El salón entero seguía riendo cuando Alexander, con esa sonrisa de triunfo que solo un hombre feliz puede tener, tomó el micrófono.
—Y ahora —anunció, mirando hacia donde estaban John y Sophia—, como dicta la tradición… ¡el afortunado del liguero y la ganadora del ramo tienen que bailar juntos!
La multitud estalló en aplausos. Los gritos y silbidos llenaron el salón.
Sophia casi se atraganta con el champán, entre la sorpresa y la risa.
John soltó un suspiro largo, el tipo de suspiro que solo un exmarine podía tener después de aceptar una misión que no pidió.
—No pienso hacerlo —murmuró, más para sí que para los demás.
—Muy tarde, soldado —le gritó Alexander desde la pista, divertido—. ¡Regla es regla!
Sophia se encogió de hombros, dejó la copa en una mesa y caminó hacia él. Sus tacones marcaban el ritmo con un descaro natural, como si el mundo fuera su pasarela.
——Tranquilo, grandote —dijo entre risas—. Si piso tus zapatos, considera que es mi forma de marcar territorio.
—Si sobreviven mis pies, te lo agradeceré —replicó él, conteniendo la risa.
El contacto fue inmediato, eléctrico. Sophia lo notó; John también. Y por un instante, el ruido del salón desapareció.
—Tienes cara de que no haces esto muy seguido —dijo ella, levantando la mirada.
—No suelo bailar en eventos donde puedo ser ridiculizado públicamente —contestó.
—Entonces hoy es tu noche de suerte —replicó ella, riendo—. Porque yo sí sé hacerlo.
Él arqueó una ceja, sin moverse. Era enorme junto a ella, una torre de músculo y elegancia frente a una mujer pequeña, de figura ligera y paso vivaz.
Sophia rió, notando el contraste.
—Dios, eres demasiado grande. No sé si estoy bailando o si voy a escalarte.
John bajó la mirada, con una media sonrisa que parecía esconder algo más.
—Me gustan las mujeres pequeñas —dijo con voz grave, tan baja que solo ella lo oyó.
Sophia lo miró sorprendida, pero no retrocedió.
—Y a mí los retos imposibles —respondió con picardía.
La orquesta comenzó a tocar. John le ofreció su mano, y ella la tomó sin pensar.
Cuando él la atrajo hacia sí, su cuerpo casi desapareció entre sus brazos. Sus movimientos eran firmes, precisos, y aun así había en ellos una delicadeza que la hizo sonreír.
La multitud aplaudía y reía, haciendo comentarios entre risas sobre la curiosa pareja en la pista: él, enorme y musculoso, parecía capaz de levantarla con una sola mano; ella, pequeña y delgada, apenas alcanzaba su pecho y aun así intentaba llevar el ritmo con toda la determinación del mundo.
—¡Parece un guardaespaldas bailando con su muñeca! —bromeó alguien, y las risas se multiplicaron.
Sophia fingió no oír, aunque sus mejillas se encendieron. John, en cambio, se limitó a sonreír, sin soltarla. La guiaba con calma, con movimientos seguros que compensaban la diferencia de tamaño.
Ella, en cambio, lo hacía reír. Cada vez que él intentaba mantener la compostura, Sophia se inclinaba, murmuraba algo divertido o giraba con tanta energía que lo obligaba a reaccionar.
Ella se movía con soltura, girando con ligereza, riendo cada vez que él intentaba seguir el ritmo con rigidez marcial. Al final, la escena era tan cómica como encantadora: el exmarine más serio del planeta, dominado en la pista por una pelirroja impredecible.
Sophia deslizaba su mano por el pecho de John, explorando con descaro el contorno de sus músculos bajo la camisa.
—Wow… esto no es tela, es acero —bromeó, arqueando una ceja.
John soltó una carcajada genuina, profunda, que atrajo más de una mirada curiosa. Era la primera vez en toda la noche que se reía así.
—Te advierto que el acero se calienta rápido —replicó con tono divertido.
Sophia sonrió, encantada con la respuesta.
—Entonces no te quejes si empiezo un incendio —dijo, bajando la voz con humor travieso.
El intercambio provocó risas entre los invitados que los observaban desde las mesas.
El DJ, divertido, cambió a una melodía más lenta. John la tomó de la cintura y la acercó un poco más; ella apoyó la mano sobre su hombro, ligera, casi juguetona.
El contraste entre ambos era casi perfecto: ella, pequeña y risueña; él, alto, fuerte y sorprendido por lo fácil que resultaba bajar la guardia con ella.
—Eres incorregible —murmuró él, todavía sonriendo.
—Y tú, irresistible —contestó ella, mirándolo directo a los ojos.
El baile fue un espectáculo en sí mismo. Ella, con su 1,57 de estatura, apenas llegaba a su pecho; él, con sus 1,95, la envolvía casi por completo con un solo movimiento. Sophia parecía una chispa descontrolada a punto de incendiar la pista, mientras John era una muralla elegante intentando seguirle el paso.
—No mires tus pies, grandote —le susurró riendo—. Confía en mí.
—Eso es precisamente lo que me preocupa —replicó él sin perder la compostura.
Cada vez que ella giraba, su cabello rojo se movía como fuego bajo las luces. Él, con su porte de exmarine, hacía lo posible por mantener el ritmo sin parecer un robot recién calibrado. El contraste era hipnótico: la ligereza de ella frente a la firmeza de él.
—¿Siempre eres así de tenso o solo cuando bailas con mujeres más bajas? —preguntó ella, levantando la vista con descaro.
—Solo cuando amenazan con fracturarme el orgullo —respondió con una media sonrisa.