El gigante y la pelirroja

Capítulo 4

Cuando Alexander tomó la mano de Angie y se despidieron entre aplausos rumbo a su noche de bodas, John seguía con la mirada fija en Sophia. Ella, con las mejillas encendidas y el ramo todavía en la mano, lo observaba con esa mezcla de picardía y curiosidad que conseguía desarmarlo más que cualquier entrenamiento militar.

—¿Y ahora qué, soldado? —preguntó, arqueando una ceja.
—Ahora te llevo a casa —respondió él, con esa voz grave que sonaba a orden y promesa al mismo tiempo.

Sophia no protestó. Le entregó el ramo, divertida.
—Por si quieres usarlo como prueba de que sobreviviste a mí.
—Prefiero otro tipo de recuerdo —dijo él.

John lo tomó con una sonrisa leve, pero en lugar de guardarlo, entrelazó su mano con la de ella. La diferencia era evidente: la suya, grande y firme; la de Sophia, pequeña, cálida, casi escondida entre sus dedos. Aun así, encajaban con naturalidad, como si se conocieran desde siempre.

Él tiró suavemente para guiarla entre la multitud, y ella apenas tuvo tiempo de seguirle el paso. John caminaba con la determinación de quien lleva una misión clara, y Sophia, riendo, apenas lograba mantener el equilibrio.
—¡John! ¡Voy contigo, no huyendo de ti! —protestó entre carcajadas.
—Avanza, Müller. Zona despejada a la izquierda. Mantén el ritmo —ordenó él con tono serio, aunque la comisura de sus labios lo delataba.

La imagen era un espectáculo: el exmarine alto y corpulento abriéndose paso con elegancia torpe, sujetando de la mano a una pelirroja diminuta que se reía tanto que apenas podía caminar recto.

—¿Siempre das instrucciones de seguridad cuando secuestras a alguien? —preguntó Sophia, riendo mientras trataba de seguirle.
—Protocolo básico —respondió él sin detenerse—. Evacuar el área, proteger al objetivo.
—¡Objetivo nada! —replicó ella, intentando soltar su mano—. ¡Pareces escoltar a una niña!
—Niña no —dijo él, mirándola de reojo con una sonrisa—. Una amenaza de un metro cincuenta y siete.

Sophia estalló en risa, doblándose un poco mientras él continuaba su avance decidido.
—Eres imposible, Miller.
—Y tú, oficialmente bajo mi custodia —contestó, abriendo la puerta del vestíbulo y guiándola al exterior.

El edificio estaba casi vacío cuando salieron. En el pasillo aún flotaba el eco lejano de la música de la boda, pero afuera, la ciudad ya era otra. La lluvia fina caía sobre el asfalto, y las luces de los semáforos se reflejaban en los charcos como si la noche jugara a pintarse sola.

El aire nocturno los envolvió. Sophia seguía riendo, el sonido suave de su voz mezclándose con el murmullo lejano de la ciudad. Él la miró entonces, aún sosteniéndole la mano, y por un instante el humor se volvió silencio.

La calidez de su piel, el brillo en sus ojos, el contraste entre su fuerza y su ligereza… todo lo hizo sentir que, sin quererlo, había cruzado una línea que ya no podría desandar.

John le abrió la puerta del coche con un gesto tan formal que parecía sacado de otra época. Se inclinó un poco, apoyando una mano en el marco del auto, y esperó con paciencia militar.

—¿Así de caballeroso siempre, o solo cuando tomas rehenes en bodas? —preguntó Sophia, divertida, alzando la ceja.
—Protocolo estándar —respondió él, serio—. Asegurar el vehículo antes del abordaje.
—Oh, claro, olvidé que salir conmigo equivale a una operación táctica.

John rió, un sonido grave que parecía vibrar más que escucharse.
—Exacto. Y en este caso, la misión es entregarte a salvo… aunque admito que el objetivo no coopera mucho.

Sophia puso una mano en la cintura, fingiendo ofensa.
—¿Objetivo? Te recuerdo que puedo caminar sola.
—Lo dudo. Mides lo mismo que mi sombra —dijo él, abriendo más la puerta—. Si sopla el viento, me toca cargarte.

Ella estalló en carcajadas, sujetándose del coche para no perder el equilibrio.
—¡Eres terrible!
—Eficiente —la corrigió, sonriendo mientras le ofrecía la mano—. Vamos, Müller, antes de que se active el protocolo de seguridad del estacionamiento.

Sophia aceptó su mano. La diferencia de tamaño era ridícula: la de ella se perdía entre sus dedos. Cuando él la ayudó a entrar, casi tuvo que inclinarse hasta quedar a su altura, lo que provocó otra oleada de risas.

—Nunca pensé que subir a un coche pudiera parecer una escena de acción —comentó ella.
—Conmigo, todo lo parece —contestó él, cerrando la puerta con suavidad.

Mientras caminaba hacia el otro lado para subir, Sophia lo observó por la ventana. Aquel hombre enorme, seguro de sí, tenía algo que mezclaba fuerza y humor sin esfuerzo. Y cuando se sentó junto a ella, ajustando el espejo con precisión innecesaria, añadió:

—Misión en curso, Müller. Destino: casa segura.
—Perfecto, soldado —dijo ella, riendo—. Pero no te emociones, el enemigo todavía no se rinde.

Él la miró con una sonrisa tranquila, esa que le nacía solo con ella.
—Entonces será una noche larga..— porque eres una amenaza… irresistible —añadió, y el tono la hizo sonreír.

Durante el trayecto ninguno de los dos parecía tener prisa por llegar. La ciudad se extendía frente a ellos, brillante, viva, con los taxis pitando y la lluvia dejando destellos en el parabrisas.

John conducía con una calma impecable, los hombros relajados, la mirada atenta. Sophia, en cambio, no dejaba de moverse: subía y bajaba el volumen de la radio, jugaba con el tallo del ramo y miraba las luces como si fuera la primera vez que veía Nueva York de noche.




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