El pasillo del hospital aún conservaba el aroma de flores frescas y el murmullo de las visitas cuando John Miller apareció. Su presencia, como siempre, llenó el espacio. Casi metro noventa y cinco de altura, piel canela, mirada oscura e imponente. Un hombre que imponía respeto sin abrir la boca. Exmarine, jefe de seguridad de Alexander Harrington… y alguien que, pese a su disciplina, no había podido olvidar una noche en particular.
Mientras avanzaba por el pasillo, los recuerdos lo alcanzaron sin pedir permiso: la fiesta de boda, el brillo de las luces, Sophia Müller riendo mientras lo retaba a bailar. Su perfume, el vestido verde, la forma en que sus labios rozaron los suyos en la terraza con sabor a Whisky y vino. Y después… el silencio de su apartamento, las risas, los besos, el fuego que ninguno planeó y que aún lo perseguía.
Ahora la volvía a ver.
Y bastó un instante.
Sophia Müller entró detrás de él, el sonido de sus tacones resonando sobre el piso del hospital. Su melena pelirroja larga y ondulada caía por debajo de la cintura, ardiendo bajo la luz del atardecer. Vestía con la misma confianza de siempre: falda corta de cuero negro, medias semitransparentes, botas altas y un suéter blanco entallado. Llevaba una canasta de frutas decorada con cintas rosadas, un oso de peluche y globos que decían “Bienvenida, princesa.”
Por un segundo, el tiempo se detuvo.
El bullicio del hospital se desvaneció y solo quedaron ellos dos frente a frente, envueltos en esa pausa que parecía tener vida propia. John la miró con la misma mezcla de deseo y desconcierto que aquella noche en la terraza, cuando el mundo había quedado reducido a una pelirroja que reía demasiado cerca y un exmarine que no sabía si huir o acercarse más.
Ella seguía igual. El cabello rojo brillando bajo las luces del pasillo, los ojos curiosos, esa sonrisa pequeña que lo desarmaba sin esfuerzo. Pero ahora había algo nuevo: un aire sereno, la seguridad de quien ha vivido un poco más y aún conserva la misma chispa.
Sophia, en cambio, sonrió con naturalidad, aunque el corazón le golpeó fuerte. Lo había reconocido antes de verlo por completo. Ese gigante moreno seguía igual: serio, irresistible, imposible de olvidar.
Y esta vez, ella tampoco pensaba dejarlo ir.
Se acercó a la cama de Angie con una sonrisa radiante.
—No podía faltar, vine a conocer a mi sobrina favorita —dijo, dejando la canasta junto a la cuna.
Angie la abrazó con cariño.
—Sigue igual de hermosa, Sophia.
John permanecía en silencio, apoyado en la pared, observándola. Sophia sintió su mirada sobre la piel, igual que aquella noche. Al volverse, lo encontró mirándola de arriba abajo, y sus labios se curvaron apenas.
—Vaya, el destino tiene sentido del humor —murmuró ella.
—O un gusto peligroso —respondió él, sin apartar la vista.
John la observó un momento, con esa calma que aún lograba ponerla nerviosa.
—Te ves igual.
—¿Eso es bueno?
—Sí. Me alegra verte.
Sophia sonrió, con un brillo distinto.
—Yo también me alegro, gigante.
Angie, divertida, los miró a ambos.
—Siento que me perdí algo.
Sophia lo miró con una sonrisa tranquila, pero en sus ojos había algo más profundo, algo que no necesitaba disfrazarse con humor.
—Solo pensaba en nosotros —dijo en voz baja—. En todo lo que pasó aquella noche… y en cómo hay cosas que no se olvidan tan fácil.
John la observó sin decir palabra. Su respiración se volvió más lenta, como si temiera romper el momento.
Ella se inclinó un poco hacia él, la voz apenas un susurro.
—Y si soy sincera… no estaría mal que algunas de esas cosas volvieran a pasar.
John arqueó una ceja, con esa calma calculada que ocultaba el fuego en su interior.
—Cuidado, Müller. Sabes que no suelo rechazar desafíos.
Durante unos segundos, ninguno habló. No hizo falta. Bastó una mirada, el recuerdo compartido, y el brillo silencioso en los ojos de ambos para que todo lo que habían vivido pareciera volver en un solo instante.
Alexander pasó detrás de ellos con una sonrisa divertida, cargando una bolsa de regalos.
—Si siguen mirándose así, voy a empezar a cobrarles por ocupar el pasillo —bromeó, guiñando un ojo.
Sophia soltó una risa ligera, pero John no apartó la vista.
Sus padres querían casarla con un hombre que no amaba, uno que no la hacía reír ni la miraba como John. Pero Sophia ya tenía un plan.
Esa tarde, mientras sostenía a la pequeña Grace y fingía hablar de frutas y flores, tomó su decisión:
si la vida le ofrecía una segunda oportunidad con ese gigante moreno… iba a aprovecharla.
Y pronto, muy pronto, él escucharía su propuesta.
Sophia lo miró un instante, con esa determinación que solía usar cuando estaba a punto de hacer algo impulsivo.
—John, salgamos a dar una vuelta —dijo de pronto.
Él frunció ligeramente el ceño, sorprendido.
—¿Ahora?
—Sí, ahora. Necesito aire… y tengo algo que contarte.
Antes de que pudiera responder, ella ya le había tomado la mano. El contacto fue inmediato, cálido, como si una corriente invisible los recorriera a ambos. John sintió cómo se le tensaban los músculos; Sophia, en cambio, sonrió, encantada con el efecto.