Día 1 del Plan Tormenta Roja
El restaurante más elegante del centro tenía un aire casi irreal. Las luces cálidas se reflejaban en los ventanales altos, las velas suspendidas parecían flotar sobre las mesas y el murmullo discreto de los comensales se mezclaba con el piano en vivo, que tejía una melodía suave, como una caricia de fondo. Sophia ajustó el tirante del vestido negro, ese que delineaba su figura con precisión quirúrgica, y respiró hondo antes de verlo entrar.
John Miller. Traje oscuro, reloj plateado, la postura erguida de quien sigue marchando aunque el campo de batalla haya quedado atrás. No necesitaba presentarse: su sola presencia era una declaración de orden y poder. El maître se enderezó apenas al verlo pasar; las mujeres lo siguieron con la mirada. Sophia contuvo una sonrisa.
—Llegas puntual —dijo, levantándose.
—Exmilitar —respondió él, sin una pausa—. Nos enseñan que la impuntualidad es un crimen.
Sus ojos se encontraron. Los de ella brillaban con un desafío juguetón; los de él, con esa calma contenida que podía volverse tormenta en cualquier momento.
—Estás preciosa, Müller —añadió, recorriéndola con una mirada lenta, casi analítica—. No esperaba menos de la comandante del Plan Tormenta Roja.
Ella soltó una risa baja.
—Cállate, que todos están mirando.
—Entonces que miren.
Antes de que pudiera replicar, John la tomó por la cintura y la alzó unos centímetros del suelo. La giró una vez, sin esfuerzo, con una naturalidad que parecía coreografiada. El vestido se elevó ligeramente con el movimiento, y el aroma de su perfume se mezcló con el aire. La escena arrancó un aplauso discreto del pianista y algunas risas cómplices del público.
—¡John! —exclamó entre risas, aferrándose a su cuello—. ¡Nos van a echar!
—Regla dos —replicó él con esa voz grave, que vibraba más que resonaba—. Contacto público suficiente para que nadie dude.
La bajó despacio, sin soltarla de inmediato. Sophia sintió cómo el aire se volvía más denso entre ambos. Él seguía mirándola con esa concentración exacta, como si calculara cada reacción, cada gesto.
—Podrías avisar antes de ejecutar una maniobra aérea —dijo ella, aún sonriendo.
—No me entrenaron para pedir permiso.
Sus ojos se detuvieron en las pecas que salpicaban la nariz de ella, en el rubor que se extendía como fuego sobre sus mejillas.
—¿Qué miras? —preguntó Sophia, intentando mantener el tono firme.
—Evidencias —respondió él con una sonrisa mínima—. De que el experimento empieza a surtir efecto.
—¿Qué experimento?
—El de comprobar cuánto tardas en perder la compostura conmigo.
Ella bufó, fingiendo indignación, pero el color de sus mejillas la delató.
—Anotado —dijo él, inclinándose apenas hacia ella—. Día uno: objetivo parcial cumplido.
Sophia lo miró de reojo, mordiéndose el labio.
—Debería haberte puesto una cláusula de “no provocar sonrisas tontas”.
—Demasiado tarde. Firmaste con un beso público.
El pianista cambió la melodía. Ahora era más lenta, más íntima. Las luces parecían bajar un tono, como si el mundo se redujera a esa mesa y a ellos dos. Sophia bajó la mirada, deslizando el dedo por el borde de la copa.
—Entonces… ¿qué sigue, soldado?
—Cenar. Y luego romper la siguiente regla.
La frase cayó entre ambos con una electricidad nueva. Sophia negó con una sonrisa apenas visible, y mientras se sentaban, notó que las miradas seguían sobre ellos. La gente murmuraba, divertida, convencida de estar presenciando una escena romántica real.
—Si sigues así, este plan no va a durar treinta días —murmuró ella, levantando la copa.
John arqueó una ceja.
—Perfecto. Así terminamos antes… juntos.
El cristal de las copas chocó con un leve sonido, y el reflejo de las velas se multiplicó en los ojos de ambos. La camarera los observaba con una sonrisa cómplice mientras tomaba nota del pedido.
—¿Esto cuenta como cita formal o interrogatorio? —preguntó Sophia, cruzando las piernas.
—Formal —respondió él sin dudar—. Aunque ya estoy considerando interrogarte.
—Recuerda la regla dos —replicó ella con ironía—. Contacto público.
John apoyó su mano sobre la de ella con naturalidad. No fue un gesto calculado, sino firme, decidido, y al mismo tiempo, extraño en su suavidad.
—Así nadie sospecha —murmuró.
El calor subió por el brazo de Sophia, directo al pecho. Fingió revisar el menú, intentando recuperar la compostura.
—Podrías disimular mejor tus tácticas de distracción.
—No es táctica —respondió él—. Es química.
Por un momento, el sonido del piano pareció acompasarse a sus respiraciones. Sophia levantó la copa una vez más.
—Por el Plan Tormenta Roja.
—Y por la posibilidad de sobrevivir a ti —dijo él, brindando con una media sonrisa.
Una pareja en la mesa contigua los miró con ternura. Sophia bajó la voz y se inclinó hacia él.
—Si siguen observándonos así, tendrás que besarme.
—Ya lo sé —respondió John, sin pensarlo dos veces.
El beso fue corto, preciso, pero tan real que el tiempo pareció detenerse. Cuando se separaron, ella mantuvo la sonrisa en los labios, escondiéndola tras la copa.
—Día uno, cumplido —susurró.
—Falta el postre —contestó él.
—¿Cuál?
—Tú eligiendo si seguimos con la cita caótica… o saltamos directo a la sorpresa.