El gigante y la pelirroja

Capítulo 8

Cita Caótica – Día 4 del Plan Tormenta Roja

El plan decía “una cita caótica”.
Sophia lo interpretó como “aventura controlada”.
John, como “ejercicio para medir su autocontrol”.

A las tres en punto, él llegó en motocicleta, chaqueta de cuero negra, jeans ajustados y botas oscuras. Ella lo esperaba con el mismo uniforme no oficial del caos: pantalón negro, chaqueta de cuero, cabello suelto y botas altas. Parecían pareja de portada sin proponérselo.

—Nos van a confundir con una banda de rock —bromeó ella, subiendo al asiento trasero.
—Perfecto. Así nadie sospecha del Plan Tormenta Roja —respondió él, con una sonrisa peligrosa.

El viaje fue puro viento, risas y velocidad. Terminaron en el muelle, donde el cielo gris se mezclaba con el brillo del agua. John compró dos helados y, sin decir nada, sostuvo uno frente a ella.

—Vas a decirme que esto también tiene un propósito táctico —dijo Sophia, tomando el cono.
—Sí. Evaluar tu resistencia al frío —respondió él, probando el suyo.

—Competencia —dijo—. El que se rinda primero, paga la cena.
—Acepto. Pero te advierto: no pierdo.

Ambos se inclinaron al mismo tiempo para probar el helado, compartiendo el mismo cono. El juego se volvió más cómico que competitivo; sus lenguas se rozaron apenas, y Sophia soltó una risa que atrajo las miradas de los turistas cercanos.

—Estás haciendo trampa —dijo ella
—Misión cumplida —dijo John, con una sonrisa que le encendía los ojos—. Generamos caos.
—Y público —añadió ella, limpiándose la nariz—. Lo tuyo es el drama.

Él la miró, bajando la voz.
—No. Lo mío es hacer que sonrías así.

Sophia lo observó un momento, sin decir nada.
Luego se giró, mordiéndose el labio para esconder una sonrisa.
—Siguiente regla —susurró—: nunca subestimar al enemigo.
—Regla anotada —respondió él—. Pero recuerda, en este plan no hay enemigos… solo cómplices.

Él le limpió con el pulgar un rastro de helado en la comisura de los labios.
—Eres incorregible, Miller —dijo ella, intentando sonar seria, aunque la risa aún le temblaba en la voz.

John sostuvo su mirada unos segundos, el viento revolviendo su cabello.
—Y tú, oficialmente, mi tipo de caos.

Ella bajó la vista, fingiendo distraerse con el agua del muelle, pero el rubor ya la había delatado.

Salieron del muelle con las manos pegajosas del helado y las mejillas adoloridas de tanto reír. El sol caía sobre el agua, tiñendo el horizonte de naranja y oro. John la ayudó a colocarse el casco otra vez, cuidando de no enredar su cabello.

—¿Lista para la segunda fase del caos? —preguntó.
—¿Segunda fase? Pensé que el helado era la parte tranquila.

Encendió la moto y arrancaron hacia las afueras de la ciudad. El camino se volvió cada vez más estrecho y empinado. Sophia se aferró a su cintura, riendo entre susto y emoción.
—John, si me matas, prometo espantarte el resto de tu vida.
—Entonces será un honor.

Treinta minutos después, llegaron. Terminaron frente a un parque de diversiones que parecía sacado de otra época: luces parpadeantes, olor a algodón de azúcar, una rueda de la fortuna girando contra el cielo anaranjado.

—¿Tu idea de caos es un parque? —preguntó ella, bajándose.
—No. Mi idea de caos es tú en botas subiendo a los carritos chocones.

Caminaron entre las luces titilantes y los sonidos metálicos de los juegos mecánicos.

Veinte minutos después, Sophia estaba al volante de un carrito rojo, el cabello desordenado, gritando:
—¡Esto es trampa, Miller! ¡Me estás acorralando!
—Regla dos, contacto público —dijo él, chocando su carrito contra el de ella—. Aplícala.

Ambos rieron tanto que terminaron chocando contra la barrera y cayendo hacia un costado, él sujetándola para que no se golpeara.
—No me digas que eso fue a propósito —dijo ella, con la respiración entrecortada.
—Misión cumplida: generé caos.

Siguieron caminando entre luces y puestos de juegos. John le ganó un peluche de oso gigante.
—Para tu archivo de evidencias —bromeó.
—Si sigues así, voy a empezar a sospechar que esto te está gustando.
—Demasiado —respondió él sin dudar—. Pero no digas “aguacate”.

Ella lo miró, riendo, con los ojos brillando por las luces del parque.
—Por ahora no hay motivos para usar la palabra clave.
—Perfecto —dijo él, acercándose un poco más—. Entonces sigamos rompiendo las reglas.

El aire olía a azúcar, grasa y adrenalina. Ella lo miraba todo con ojos brillantes, como una niña atrapada en un cuerpo de estratega.
—No subo a la casa del terror —advirtió.
—Perfecto —respondió John—. Empezamos por la montaña rusa.

—¿Qué parte de “no arriesgar la vida” no entendiste?
—El plan se llama Tormenta Roja, no “paseo en carrito de golf”.

Ella rió, negando con la cabeza, pero lo siguió.
Los gritos se mezclaron con el ruido de las vías mientras subían. Sophia lo insultó tres veces antes de que el carro se lanzara en picada y ambos gritaran como adolescentes. Al final del recorrido, ella seguía riendo, el cabello desordenado y los ojos encendidos.

—Eres un maniático —dijo, todavía sin aliento.
—Y tú estás viva. Eso cuenta como éxito.




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