Día 7 – Misión Exploración
El día amaneció con un aire limpio y fresco. El sol se filtraba a través de los pinos altos, dibujando líneas doradas sobre el suelo cubierto de hojas. La cabaña quedó atrás, pequeña entre la bruma, mientras Sophia caminaba delante con su mochila naranja y paso decidido.
Llevaba una camiseta azul oscuro, pegada al cuerpo por el peso del rocío, y unos pantalones tipo cargo color arena ajustados al cinturón. Las botas de montaña, cubiertas de polvo, crujían sobre el sendero húmedo. Su cabello estaba trenzado, y en el rostro llevaba esa expresión de quien planea hacer travesuras sin admitirlo.
John, unos metros detrás, avanzaba con su chaqueta marrón gruesa, camiseta verde oliva y pantalones negros que le daban un aire de cazador moderno. Las manos en los bolsillos, mirada alerta, sonrisa mínima. Parecía que cada rama y cada sonido del bosque pasaban primero por su radar personal.
—¿Confirmas que esto forma parte del plan? —preguntó él, sin dejar de observar el terreno.
—Regla doce —replicó ella con tono triunfal—: hacer algo que no hayamos hecho antes. Así que... exploración.
—Primero, subimos hasta la loma —iba diciendo, mientras ajustaba las correas de la mochila—. Después seguimos el sendero hasta el arroyo, descansamos quince minutos, revisamos el mapa y regresamos por el camino del norte.
John la seguía en silencio, observando cómo marcaba el ritmo con precisión casi militar.
—Suena muy estructurado para alguien que prometió caos.
—Caos organizado —respondió ella, sin volverse—. Si me pierdo, al menos sabrás dónde buscar.
Cada paso hundía sus botas en la tierra blanda. Las hojas secas crujían bajo sus pies y el aire olía a resina y humedad.
—Inhala profundo —dijo Sophia, levantando una mano como si diera instrucciones a un grupo de reclutas—. Aire puro, entrenamiento pulmonar.
John sonrió apenas.
—Sí, capitana. ¿Qué sigue?
—Paso firme, mirada al frente y mente despejada. —Dio tres zancadas amplias y señaló un árbol enorme cubierto de musgo—. Punto de referencia número uno.
El terreno empezó a inclinarse. Sophia subió con paso ágil, sin dejar de hablar.
—Uno, dos, tres… —contaba al ritmo de sus pasos—. Esto activa la circulación y mejora el estado de ánimo.
—O lo destruye si sigues subiendo este ritmo —gruñó John, entre risas.
Ella se giró, caminando hacia atrás.
—Vamos, soldado. El sol aún no se ha rendido, y tú tampoco.
El ascenso los llevó hasta una zona abierta donde el bosque se abría hacia un valle. El viento les golpeó el rostro y movió las copas de los árboles en una danza lenta. Sophia levantó los brazos y giró sobre sí misma.
—Esto es lo que yo llamo libertad operativa —dijo, sonriendo.
John se detuvo a mirarla.
—Y yo lo llamo… entrenamiento con efectos secundarios.
Ella rió, acomodándose el mechón suelto que el viento le movía.
—¿Fatiga muscular?
—No. Distracción severa.
Sophia rodó los ojos y siguió caminando, marcando el ritmo con el mismo tono de guía profesional:
—Regla de senderismo número uno: mantener el paso, hidratarse cada veinte minutos y disfrutar el paisaje… incluso si te persigue un conejo sospechoso.
—Müller —dijo John, alzando la voz entre los árboles—, te recuerdo que esto empezó como una misión, no como una excursión espiritual.
—Error —replicó ella con una sonrisa—. Toda buena misión tiene que incluir un momento para respirar.
Y siguieron avanzando, ella delante con paso decidido, él detrás, vigilando cada movimiento como si cuidarla fuera parte del protocolo.
El sendero serpenteaba entre árboles viejos y helechos húmedos. La tierra olía a musgo y a lluvia reciente. Los rayos del sol apenas alcanzaban el suelo, filtrándose en franjas de luz que parecían columnas doradas.
Una ardilla apareció en una rama baja, quieta, con una hoja entre las patas. Movía la cabeza de un lado a otro, observándolos con descaro.
Sophia se detuvo y le hizo una mueca.
—Mira, nos sigue.
John la miró de reojo, sin detener el paso.
—Probablemente está evaluando si somos comida.
—O pareja —replicó ella, sonriendo—. Tiene buen gusto.
John alzó una ceja, pero no respondió. La ardilla los seguía, saltando de rama en rama. Luego otra más apareció. Y otra. En cuestión de segundos, tres pequeñas criaturas los rodeaban desde lo alto, chasqueando los dientes como si emitieran órdenes.
Sophia se rió.
—¿Te das cuenta? Tenemos público.
—Perfecto —dijo John, deteniéndose frente a ella—. Que aprendan algo sobre tácticas de distracción.
Antes de que pudiera responder, él le rodeó la cintura con una mano firme y la acercó.
Sophia arqueó una ceja.
—¿Qué estás haciendo?
—Probando una teoría.
Se inclinó despacio y rozó su cuello con los labios, apenas un instante.
El gesto fue breve, pero suficiente para detener el aire entre ellos.
Sophia cerró los ojos, sorprendida por la calidez de ese roce y por cómo todo el bosque pareció quedarse quieto.
John la giró hacia él. No hizo falta hablar: la distancia entre ambos desapareció con un movimiento natural, inevitable.
El siguiente beso fue distinto, más largo, lleno de la calma y la intensidad acumuladas de todos los días del plan.
Cuando se separaron. Las ardillas se quedaron completamente quietas, alineadas en una rama del árbol, observando la escena con la solemnidad de un tribunal.
—Mira eso —susurró ella, riendo por lo bajo—. Hasta los animales se quedaron sin palabras.
—O tal vez están tomando nota —respondió John, sin soltarla.