El gigante y la pelirroja

Capítulo 12

Día 10 – Plan Tormenta Roja: Operación de control social

El fin de semana en Austin había comenzado con sol, brisa templada y la tranquilidad engañosa de los buenos anfitriones.
Alexander y Angie los habían recibido como si fueran parte de la familia, y eso, paradójicamente, solo hacía más difícil mantener la farsa.

El lugar era un refugio rodeado de robles centenarios, caminos de tierra rojiza y un río que descendía entre las colinas hasta formar una pequeña cascada detrás de la casa principal. El sonido del agua se escuchaba desde cualquier rincón, mezclado con el canto de los pájaros y el olor a pasto recién cortado.

Para todos, aquel fin de semana era una visita amistosa; para Sophia y John, era otra fase encubierta del Plan Tormenta Roja.

Nadie allí sabía de la misión ni de las reglas; eso era solo de ellos dos.
John lo llamaba “operación de control social”; ella lo veía como una maniobra para ganar tiempo. Su padre seguía insistiendo con el compromiso con Mark Weber, y Sophia necesitaba que todos —sobre todo los Harrington— los vieran enamorados de verdad.

Aunque, si era honesta consigo misma, la regla diez ya empezaba a resquebrajarse: si el caos se vuelve amor, nadie lo niega.

Desde el primer minuto, el ambiente fue tan cálido como impredecible.
La hacienda Harrington, rodeada de colinas verdes y robles altos, respiraba paz. El aire olía a lavanda, madera y pasto recién cortado.

Alexander apareció en la puerta con la bebé Grace en brazos, ocupando el marco con su figura imponente.
Vestía una camisa blanca arremangada, el primer botón abierto, y unos pantalones beige que dejaban ver su porte natural, fuerte y seguro.
El sol de la tarde entraba desde atrás, dibujando el contorno de sus hombros anchos y su postura firme: la de un hombre acostumbrado a mandar, pero también a cuidar lo que ama.

En su brazo izquierdo, Grace descansaba tranquila, jugando con uno de sus dedos.
Con la otra mano, Alexander sostenía la puerta para dejar pasar a Angie, a quien seguía con la mirada atenta de un guardián.

Cada gesto suyo —el modo en que ajustó el brazo para acomodar mejor a la niña, o cómo esperó a que su esposa se acercara— respiraba protección y ternura absoluta.
Era el tipo de hombre que podía imponerse en cualquier sala, pero que ante su familia se volvía calma, hogar y refugio.

Cuando habló, su voz grave llenó el aire con natural autoridad:
—¡Por fin! Los fugitivos del parapente en persona.

Su tono era mitad burla, mitad bienvenida, y aunque su expresión seguía serena, la sonrisa que le dirigió a Angie fue pura devoción.
Ella, aún en reposo por recomendación médica, lo siguió despacio, apoyando una mano en su brazo.

Alexander bajó la mirada hacia Grace y le rozó suavemente la frente con los labios antes de volver a mirar a Sophia y John.

En ese instante, quedaba claro: podía ser un empresario poderoso, un hombre respetado, incluso temido… pero frente a su esposa y su hija, era simplemente un padre enamorado y un marido que adoraba a las dos mujeres de su vida.

Sophia rodó los ojos con una sonrisa.
—No empieces, Angie.
Alexander se rió, acomodando mejor a la bebé.
—Muy tarde. Mis padres no hablan de otra cosa. Dicen que Austin nunca había tenido visitas tan… notorias.

John, impecable como siempre, se adelantó un paso y le estrechó la mano a Alexander.
Llevaba una camisa azul oscuro arremangada, que marcaba el relieve de sus antebrazos, y un jean oscuro que contrastaba con el brillo limpio de sus botas. Su porte era inconfundible: alto, de hombros amplios, postura recta, cada movimiento medido con la precisión de quien alguna vez dio órdenes y aprendió a mantener el control incluso en medio del caos.

Su mirada —intensa y contenida— emanaba fuerza y autoridad, la clase de energía que no necesita imponerse para sentirse. Había en él una quietud calculada, una seguridad que llenaba el espacio sin esfuerzo, como si el control fuera parte de su naturaleza.

—Prometo mantener la calma esta vez —dijo con una voz grave, tranquila, y un leve gesto de respeto.

Sophia, a unos pasos, intentó parecer indiferente, pero no lo logró. Lo observó de reojo mientras hablaba con Alexander, notando cómo la luz del ventanal se reflejaba en la curva de su mandíbula, en la línea marcada de su cuello, en esa seguridad natural que parecía imposible de fingir.

Por dentro, sabía que estaba chorreando la baba, aunque por fuera se esforzaba por mantener la compostura. Se mordió el labio para no sonreír, fingiendo mirar a la bebé Grace, pero sus ojos volvían a él inevitablemente.

Angie, desde el sillón, no se perdió el detalle.
—Sí, claro —bromeó, cruzándose de brazos—. Aunque con ustedes nunca se sabe.

John giró la cabeza hacia Sophia, como si hubiera escuchado sus pensamientos, y le lanzó una media sonrisa.
Ella fingió carraspear.
—Yo… eh… dije que la casa es preciosa.
—Ajá —respondió Angie con tono divertido—. Y parece que la vista también.

Sophia la fulminó con la mirada, mientras John —sin perder su calma— simplemente acomodó la manga de su camisa, como si nada.
El problema era que todo en él parecía diseñado para que fuera imposible no mirarlo.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.