El gigante y la pelirroja

Capítulo 16

Día 16 — Territorio Alemán: Hamburgo

El vuelo a Hamburgo comenzó con la misma energía caótica que definía a ambos.
John había insistido en llegar con tres horas de anticipación —“protocolo estándar”, lo llamó—, mientras Sophia, con un café en una mano y su pasaporte en la otra, aseguraba que llegar temprano era una forma lenta de morir de aburrimiento.

Una vez abordaron, se acomodaron en sus asientos junto a la ventana. Sophia ajustó la manta sobre las piernas y miró con entusiasmo por el vidrio empañado.
—Siempre quise ver el amanecer desde un avión —dijo, con una sonrisa somnolienta.
John giró hacia ella, relajado, una ceja arqueada.
—Técnicamente, lo estás viendo en modo táctico: sin dormir, con ojeras y exceso de cafeína.
—Se llama romanticismo, soldado —replicó, dándole un codazo suave—. No todo en la vida se mide por eficiencia.
—Discrepo —respondió él, sin inmutarse—. La eficiencia salva vidas.
—Y el romanticismo las complica —contraatacó ella.

John soltó una risa baja, de esas que hacían que algunos pasajeros volvieran la cabeza para verlo. Sophia lo notó y negó, divertida.
—No entiendo por qué la azafata te sonríe tanto.
—Protocolo de cortesía —contestó él, sin apartar la vista del manual de seguridad.
—Ajá. Y tus hoyuelos también son protocolo.

Durante el despegue, Sophia se aferró al apoyabrazos. John, sin decir palabra, deslizó su mano sobre la de ella.
—Tranquila —murmuró, sin mirarla—. Las estadísticas están de nuestro lado.
—Tus estadísticas otra vez… —suspiró, pero no retiró la mano.

Horas después, mientras el avión atravesaba un cielo pálido, ambos revisaban la lista de reproducción del viaje.
—No puedes poner marchas militares en un vuelo civil —protestó Sophia.
—Disciplina mental —respondió él, serio.
—Esto es una misión, no un entrenamiento. Necesitamos música con alma.
Ella tomó el control, y la cabina se llenó con una balada suave. John suspiró, resignado.
—¿Y esto qué táctica representa?
—Distracción emocional —respondió ella, recostándose en su hombro.

El amanecer comenzó a teñir las nubes de un gris perlado.
El río Elba apareció abajo, como una cinta metálica que cortaba la ciudad. Los tejados rojos, las grúas del puerto y los canales reflejaban la luz fría del norte.

Sophia observaba en silencio, fascinada.
—Hamburgo parece hecha para los que saben empezar de nuevo —dijo en voz baja.
John la miró de reojo, con una expresión más suave que de costumbre.
—Entonces es tu tipo de ciudad.

Ella sonrió, medio soñolienta, mientras apoyaba la cabeza en su hombro.
—Y tú, ¿por qué te gusta tanto la precisión?
—Porque el caos ya me encontró una vez —respondió él, apenas audible.

Sophia lo miró, queriendo preguntar más, pero su respiración se volvió lenta, tranquila. Se quedó dormida.
John la cubrió con la manta y volvió la vista a la ventanilla.
El sol comenzaba a asomar entre las nubes.
El reflejo del amanecer se mezclaba con su propia sonrisa contenida: discreta, casi imperceptible.

El vuelo aterrizó bajo un cielo gris que parecía hecho de acero pulido. El viento húmedo de Hamburgo se colaba por las rendijas del aeropuerto y agitaba los carteles luminosos en alemán e inglés. La terminal olía a café fuerte, perfume caro y cansancio acumulado.
Sophia caminaba con paso rápido entre la multitud, el abrigo beige ajustado a la cintura, botas de cuero que resonaban sobre el piso brillante y una bufanda burdeos que contrastaba con su cabello pelirrojo, ahora algo despeinado por las horas de vuelo. En la mano llevaba una maleta de ruedas y en la otra, el móvil, mientras respondía mensajes y se quejaba del clima.

John, detrás de ella, avanzaba con la calma metódica de quien parece inmune al caos. Su chaqueta de cuero negro marcaba los hombros anchos, el cuello alto de la camiseta gris dejaba ver apenas una línea de piel, y los guantes de piel oscura completaban el conjunto. No tenía prisa. No la necesitaba. Caminaba con esa seguridad natural que hacía que la gente se apartara sin que él dijera una palabra.
Sophia giró hacia él, con una mezcla de sarcasmo y ternura.
—¿Siempre caminas como si estuvieras escoltando un presidente?
—No —respondió, ajustando la correa del bolso sobre su hombro—. Solo cuando estoy en territorio extranjero.
—Eres imposible —dijo ella, pero no pudo evitar sonreír.

En la salida, el aire los golpeó de lleno: frío, húmedo, cargado de ese olor a metal y mar que definía a Hamburgo. Unos segundos después, un taxi amarillo se detuvo frente a ellos con un chirrido.
El conductor, un hombre de rostro amable y gorra gris, les abrió la puerta con un gesto.
—Hotel HafenCity —pidió Sophia en alemán, con un acento perfecto.
John arqueó una ceja.
—Veo que no soy el único bilingüe aquí.
—Trilingüe —corrigió ella, mientras subía al asiento trasero—. El inglés lo aprendí viendo películas y el sarcasmo… contigo.

El trayecto duró veinte minutos. Afuera, las calles húmedas reflejaban los neones y los tranvías pasaban con un silbido agudo. Sophia observaba las grúas del puerto y los edificios de ladrillo rojo, mientras John revisaba con la mirada cada intersección, cada movimiento de los autos.
—Podrías relajarte, ¿sabes? —dijo ella, al verlo tan alerta.
—No sé hacerlo —respondió él, girando la cabeza con un gesto leve—. Se llama entrenamiento permanente.
—Yo lo llamo exceso de testosterona —replicó ella, divertida.




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