Día 20 — Fuego bajo la lluvia: Hamburgo
La comedia comenzó al día siguiente.
El timbre sonó justo cuando el aroma del café recién hecho aún flotaba en el aire.
El mayordomo apareció en el pasillo con su voz impecablemente neutra:
—El señor Mark Weber ha venido a verla, señorita Sophia.
Sophia se quedó inmóvil, la taza a medio camino hacia los labios.
—¿Perdón? ¿Qué dijiste? —preguntó, esperando haber escuchado mal.
El mayordomo repitió, sin inmutarse:
—El señor Mark Weber está en la puerta.
Sophia se giró hacia él, entre el pánico y la incredulidad.
—No puede ser… ¿cómo demonios se enteró de que estoy aquí?
John se encogió de hombros.
—Tal vez interceptó la señal.
—¡No hables como si esto fuera una misión!
—Lo es —respondió él, con una seriedad imposible—. Y parece que acaba de llegar el enemigo.
Antes de que Sophia pudiera responder, el mayordomo abrió la puerta principal con esa precisión impecable que parecía heredada de generaciones de discreción.
Y allí estaba Mark Weber, vestido con un traje gris demasiado formal para una visita casual, el cabello perfectamente peinado y un ramo de flores tan grande que apenas le dejaba ver el camino.
La sonrisa que traía parecía ensayada frente al espejo: amplia, nerviosa y cargada de una esperanza que se desmoronó en el instante en que sus ojos encontraron a John.
El entusiasmo desapareció como una vela bajo la lluvia.
El color se le fue del rostro, y su gesto seguro se transformó en una mueca de sorpresa incómoda.
Era evidente: no estaba preparado para enfrentarse al hombre que acababa de descubrir junto a Sophia.
John se levantó despacio del sofá. No hizo falta que dijera una palabra: su sola presencia llenó el pasillo.
Tenía la espalda recta, la mirada tranquila, y esa expresión controlada que, por alguna razón, resultaba más intimidante que una amenaza abierta.
Sus hombros anchos proyectaban sombra sobre el marco de la puerta, y cuando dio un paso hacia adelante, el contraste fue casi cinematográfico: Mark, menuda figura, tenso, pequeño, sosteniendo un ramo como si fuera un escudo floral; John, el gigante sereno, cada movimiento medido, cada palabra calculada.
—Hola, Sophia —balbuceó Mark, tropezando con sus propias palabras—. No sabía que… que tenías visita.
Sophia contuvo una carcajada que le quemaba la garganta. Su sonrisa fue tensa, forzada, mientras notaba cómo John se acercaba lentamente, su mano posándose con naturalidad en la parte baja de su espalda.
El gesto fue tan fluido, tan instintivo, que ni siquiera parecía planeado.
John habló entonces, con voz baja, profunda, y un alemán impecable que resonó en la estancia.
—¿Tú debes de ser Mark?
Mark tragó saliva, intentando mantener una sonrisa débil.
—Sí… yo… sí, soy yo.
Si William y Victoria hubieran estado presentes, probablemente habrían sacado el móvil para grabar la escena y titularla El día que el ex fue derrotado sin un solo golpe.
Mark intentó recuperar la dignidad, extendiendo el ramo de flores con una torpeza desesperada.
—Traje esto… pensé que te gustaría —dijo, con voz temblorosa.
Pero el papel húmedo se le resbaló entre los dedos.
Las flores se desplomaron sobre la alfombra con un sonido suave pero demoledor.
Al agacharse para recogerlas, tropezó con el borde de la alfombra, perdió el equilibrio y terminó prácticamente de rodillas frente a John.
—Dios mío… la humedad… —balbuceó, riendo con incomodidad, mientras intentaba recomponerse.
John, con la compostura de un diplomático y el porte de un soldado, se inclinó apenas para ayudarlo a levantarse.
Su tono fue amable, pero su mirada decía lo contrario.
—Tranquilo —dijo en un alemán tan perfecto que sonó como sentencia—. Pasa más seguido de lo que crees.
El comentario fue tan cortés como devastador.
Desde la escalera, la madre de Sophia observaba la escena con una sonrisa contenida. Se cubrió la boca con la mano, fingiendo toser para no soltar la risa que le temblaba en los labios.
El padre, en cambio, ajustó el reloj de pulsera y fingió que la situación no le incumbía, aunque sus ojos se movían entre el ramo destruido y la postura imponente de John.
Mark, ahora completamente rojo, se giró hacia los padres de Sophia.
—Señor Müller… señora Müller… un placer volver a verlos —tartamudeó—. No quería interrumpir… solo pasaba a saludar.
El padre asintió con un carraspeo discreto.
—Veo que… ya lo hiciste.
La madre, amable pero divertida, añadió:
—Gracias por las flores, Mark. Son… muchas.
—Sí, bueno… —balbuceó él, mientras recogía pétalos del suelo—. Pensé que… a Sophia siempre le han gustado las… rosas.
Sophia, que ya no podía sostener la risa, se llevó una mano a la boca.
John aprovechó ese instante para terminar el golpe final: se acercó a ella, la tomó por la cintura con suavidad y, con una naturalidad perfecta, la atrajo hacia sí.
—Gracias por el detalle —dijo en voz baja, mirando a Mark—, pero no hacía falta.
Y, sin apartar la vista del visitante, besó a Sophia en la sien. Un gesto breve, elegante, pero lo bastante claro para que nadie en la sala malinterpretara la situación.
El efecto fue inmediato: el pobre Mark Weber quedó paralizado, la mandíbula entreabierta, los dedos crispados aún sobre el ramo.
John, tranquilo, le ofreció la mano.
—John Miller —se presentó con cortesía impecable—, el novio de Sophia.