El gigante y la pelirroja

Capítulo 19

DÍA 23 — Primer día sin el gigante

El reloj marcaba las 6:30 a.m., y Hamburgo despertaba bajo una niebla espesa que se arremolinaba sobre el asfalto mojado. La luz tenue del amanecer se filtraba por las enormes cristaleras del aeropuerto, bañando de reflejos metálicos los pasillos y las filas interminables de viajeros apresurados. Las pantallas parpadeaban nombres de destinos en alemán, inglés y ruso; un caos perfectamente orquestado que solo podía existir en un lugar donde todo funcionaba al milímetro.

Sophia avanzaba entre la multitud, sujetando su bolso de mano con una mezcla de prisa y nostalgia. Llevaba jeans ajustados, botines beige, una chaqueta corta color arena y una bufanda roja que resaltaba contra su piel clara y su cabello pelirrojo, que caía en ondas suaves sobre los hombros.

Él caminaba a su lado, alto, imponente, vestido con un traje oscuro perfectamente entallado, abrigo negro largo y un reloj de acero que reflejaba la luz como si marcara su propio tiempo. Llevaba el pasaporte en una mano y el teléfono en la otra, pero su atención no se apartaba de ella. A cada paso, parecía marcar su propio ritmo, y la multitud se abría instintivamente a su paso, como si el aire mismo le cediera espacio.

Sophia lo miró de reojo, con una mezcla de ternura y fastidio.
—No puedo creer que mi padre te haya reclutado —murmuró, ajustándose la bufanda.

—No podía negarme —respondió John, sin alterar su tono—. Dijo las palabras mágicas: riesgo alto y acceso restringido.

—Si mi padre te confía su seguridad, entonces ya ganaste más puntos de los que imaginaba —dijo, divertida.

El flujo de gente los empujaba hacia el control de seguridad, donde las filas serpenteaban como un río de impaciencia. Sophia cruzó los brazos y lo miró de arriba abajo. Era ridículo lo mucho que destacaba. El contraste entre ambos era tan evidente que varias personas giraban para observarlos: él, moreno, alto, con el porte de un soldado de película; ella, menuda, pelirroja, con una energía vivaz que parecía su exacto opuesto.

Una agente de seguridad los miró con curiosidad mientras John colocaba sus cosas en la bandeja del escáner. Él le devolvió una sonrisa cortés, sin esfuerzo, la clase de gesto que parecía parte de un entrenamiento secreto: cálido, profesional, pero tan seguro que resultaba intimidante.
Sophia lo observó desde el otro lado del detector, con las manos en la cintura.

—¿Ves? Hasta en el aeropuerto pareces de película —dijo en voz baja, mientras él se abrochaba el cinturón.

—Disciplina —respondió John, ajustándose el abrigo con precisión—. Y genética.

Sophia arqueó una ceja, disimulando una risa.
—Modestia: ausente.

Él se inclinó levemente hacia ella, su voz rozándole la oreja.
—Eficiencia: comprobada.

La proximidad hizo que a Sophia se le acelerara el pulso. Sintió cómo el pecho se le elevaba al ritmo de su respiración. John, como si lo notara, le tomó la mano antes de que pasaran al otro lado del control. El gesto fue tan natural que pareció instintivo, pero el calor de sus dedos la atravesó por completo.

—Regla dos —susurró él, con tono bajo y una sonrisa casi invisible—. Contacto público suficiente.

Ella intentó apartarla, pero él apretó un poco más, provocando que su respiración se volviera torpe. Varias personas los miraban, y Sophia sintió el rubor subirle por las mejillas.

—Eres un provocador —dijo en un murmullo.

—Solo sigo el protocolo —contestó, mirando hacia adelante mientras caminaban juntos.

Cuando llegaron a la puerta de embarque, el altavoz anunció el vuelo a Moscú. Sophia lo observó mientras él revisaba su pase de abordar. La diferencia de alturas era casi cómica: la parte superior de su cabeza apenas le llegaba a los hombros. Él se agachó un poco para mirarla a los ojos, y esa simple inclinación bastó para que su corazón latiera con fuerza.

—Müller —dijo en tono suave, con esa calma que escondía afecto—. Te prometo que será un viaje corto.

Ella intentó sonreír, pero la voz le tembló.
—Más te vale. Porque si algo pasa, yo misma iré a Moscú a buscarte.

Él soltó una breve risa, grave, baja.
—Eso sería una distracción mayor que cualquier sabotaje.

Sophia lo señaló con un dedo, medio seria, medio juguetona.
—Mantente alejado del enemigo.

John arqueó una ceja, divertido.
—¿Qué enemigo?

—El femenino —respondió, sin dudar—. Ya te vi en el control de seguridad. Esa agente casi te escanea por gusto.

John sonrió abiertamente esta vez, inclinándose hacia ella.
—Entonces el protocolo será claro: mantener distancia preventiva de toda amenaza potencial.

Sophia se cruzó de brazos, fingiendo autoridad.
—Exactamente. Considera esto una advertencia oficial.

—Entendido —replicó él, tomando su mano una vez más—. Pero tú sabes que mi punto débil… ya lo tengo identificado.

John y Klaus estaban listos para embarcar rumbo a Moscú, y Sophia, de pie frente a ellos, repasaba una lista en su móvil con expresión de mando, como si dirigiera una misión encubierta desde el pasillo principal.




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