Día 25— Cuenta regresiva: Plan Tormenta Roja - Parte 1
El amanecer se filtraba por las cortinas del penthouse con un tono suave, dorado. Era el último día sin su gigante, y Sophia lo sabía desde el primer sorbo de café. Había pasado tres días intentando llenar los vacíos con distracciones: llamadas, compras, paseos, planes triviales que solo servían para camuflar la ansiedad.
El apartamento, ordenado y silencioso, tenía un eco diferente sin él. El aroma de su colonia aún se mezclaba con el de las flores sobre la mesa, y cada vez que cruzaba el pasillo, el recuerdo de su voz parecía seguirla.
—Deberías salir, cariño —dijo Amelia esa mañana, apareciendo en la cocina con su elegancia habitual, bata beige, el cabello recogido con precisión—. Si te quedas aquí, vas a memorizar el sonido del reloj.
Sophia levantó la mirada desde el portátil, sonriendo con cansancio.—Ya planeaba hacerlo. Greta me arrastrará de compras.
—Excelente —respondió su madre, sirviendo café—. Así el pobre hombre puede respirar en paz allá en Moscú.
Sophia rodó los ojos, pero su sonrisa la delató.—No creo que el caos tenga paz, mamá. Ni aquí, ni allá.
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Al mediodía, salió con su madre y su prima. Hamburgo estaba viva, vibrante. Las calles brillaban después de una llovizna, los escaparates reflejaban la luz del sol invernal, y la brisa fría le enrojecía las mejillas.
Entraron en un restaurante elegante, con mesas de mármol, manteles blancos y camareros que parecían coreografiados.
El restaurante tenía ese tipo de atmósfera que parecía flotar entre el lujo y la familiaridad: lámparas de cristal suspendidas, copas que reflejaban destellos dorados, y un murmullo elegante de conversaciones y cubiertos que chocaban con ritmo. El aroma a pan recién horneado se mezclaba con el perfume caro de los comensales y el sonido sutil del jazz francés de fondo.
En la mesa junto a la ventana, Sophia giraba la copa entre los dedos, observando cómo el vino formaba círculos lentos. Su madre hojeaba el menú con expresión crítica, y Greta se miraba en la cuchara, ensayando poses como si el reflejo fuera una cámara.
—No sé quién te da más trabajo —comentó Amelia, levantando la vista con esa media sonrisa que anunciaba una de sus observaciones—, si tu padre o John Miller.
Sophia arqueó una ceja, fingiendo indiferencia, pero su mano tembló ligeramente al dejar la copa sobre la mesa.
—Mi padre, claramente —respondió con calma medida—. John, al menos, sabe seguir instrucciones sin debatirlas.
Greta, que se había reclinado en la silla, se inclinó hacia adelante con una sonrisa pícara y los codos sobre la mesa.
—¿Instrucciones o reglas? —preguntó, ladeando la cabeza mientras jugaba con el borde de su servilleta.
Sophia la fulminó con la mirada, aunque la comisura de sus labios ya estaba traicionándola.
—Reglamento completo —dijo, acomodándose un mechón suelto detrás de la oreja—. Con artículos, anexos y sanciones.
Greta soltó una carcajada tan alta que un camarero que pasaba con una bandeja se detuvo un instante, desconcertado. Amelia negó con la cabeza, divertida, y tomó un sorbo de vino con la elegancia de quien lo ha visto todo.
—Hija, si lo hiciste firmar —dijo entre risas—, mereces una medalla al control estratégico.
Sophia fingió ofensa, llevando una mano al pecho.
—No lo hice firmar —respondió, acariciándose distraídamente el cabello—. Fue un acuerdo tácito entre adultos responsables… y un exmarine con problemas de obediencia.
Greta se inclinó hacia ella, riendo.—Suena romántico y peligroso.
—Más peligroso que romántico —admitió Sophia, girando el tallo de la copa entre los dedos—. Aunque, pensándolo bien, el peligro siempre fue parte del contrato.
Amelia suspiró, con tono teatral.—Cuando dije que querías un hombre con carácter, no me refería a un tanque humano.
Sophia la miró por encima de la copa, con una sonrisa ladeada.—Bueno, mamá, en defensa del tanque… tiene buen corazón. Y buenos brazos.
Las tres estallaron en risas, provocando que un par de mesas cercanas se giraran con curiosidad.
La escena era un retrato perfecto: tres mujeres distintas, unidas por el mismo humor agudo, riendo entre copas, gestos y complicidades, mientras el camarero servía más vino y el jazz seguía sonando como si el mundo no tuviera prisa.
Y aunque Sophia reía con ellas, en el fondo sabía que cada carcajada era también una forma de matar el tiempo.
Porque faltaban horas —solo unas pocas— para volver a verlo, y esa era una cuenta regresiva que ni el vino, ni las bromas, podían acelerar.
Pasaron la tarde entre boutiques, luces frías y música ambiental. Sophia se probaba vestidos con gesto mecánico, pero cada vez que se miraba al espejo, terminaba sonriendo al imaginar el comentario de él: “Demasiado elegante para una misión, Müller.”
Aun así, fingió que todo estaba bien. Que las risas bastaban. Que el teléfono no ardía de espera.
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Cuando cayó la noche, Hamburgo se transformó en un susurro de luces distantes. La lluvia seguía golpeando los ventanales con ritmo pausado, mientras el penthouse respiraba un aire tranquilo, casi melancólico.
El aroma a vino tinto se mezclaba con el de las flores frescas sobre la mesa, y el sonido del reloj era el único testigo del tiempo que no pasaba lo suficientemente rápido.