Día 26 — Cuenta regresiva: Plan Tormenta Roja - Parte 2
El amanecer de Hamburgo trajo un aire frío y limpio, ese tipo de clima que parece anunciar algo importante. Sophia se levantó antes de que sonara el despertador, con la energía de quien lleva tres días esperando un solo momento. Se vistió sin prisa, eligiendo cada prenda con cuidado: un suéter color marfil, jeans ajustados, abrigo largo color camel, cinturón a tono y botas altas de cuero marrón. Su madre, desde la puerta, la observó con una sonrisa cómplice.
—¿Reencuentro sentimental confirmado o solo excusa para estrenar abrigo? —preguntó Amelia, con esa mezcla de sarcasmo maternal y ternura que hacía imposible no reír.
Sophia ni siquiera intentó disimular. Mientras ajustaba el cinturón del auto, sonrió mirando por la ventana.
—Voy por él, mamá —admitió sin rodeos—. Lo extrañé.
Amelia levantó una ceja, satisfecha.
—Vaya, al fin una Müller que no se esconde detrás de los protocolos.
Sophia se encogió de hombros, fingiendo inocencia.
—No es para tanto. Solo… tres días sin verlo. Tres días eternos, pero igual, nada grave.
—Claro, hija —replicó su madre con tono divertido—. Por eso te levantaste dos horas antes, te hiciste ondas en el cabello y estás usando perfume de guerra.
Sophia se llevó una mano al cuello, como si acabara de ser descubierta en flagrancia.
—No es de guerra —dijo con fingida indignación—. Es... táctico.
—Ajá, táctico —repitió Amelia riendo—. Dice “hola, gigante moreno que vuelve de Moscú con traje y sonrisa peligrosa”.
Sophia giró hacia ella con una risa que no pudo contener.
—Bueno, ¿qué querías que hiciera? ¡Es John! Si lo ves salir del avión con esa cara de calma asesina y esa voz grave... no puedo simplemente darle la mano y decirle “bienvenido al país”.
—Por supuesto que no —contestó Amelia—. Lo lógico es correr hacia él como protagonista de comedia romántica y arruinarle el traje con tu entusiasmo.
Sophia soltó una carcajada, cubriéndose la boca.
—Esa no era la idea inicial, pero… suena bastante tentador.
Amelia la miró de reojo, divertida.
—¿Y tu padre?
—Mi padre se las arreglará. Total, viaja con él. Seguro viene fascinado con su nuevo “consultor”.
—O futuro yerno —murmuró Amelia, fingiendo inocencia.
Sophia abrió los ojos, entre escandalizada y riendo.
—Mamá, por favor.
—¿Qué? —preguntó Amelia, sonriendo—. Solo digo lo que todos pensarán cuando lo vean bajarse del avión contigo sonriendo como si se acabara de ganar la lotería.
Sophia se acomodó la bufanda y suspiró, mirando por la ventana.
—Bueno, que piensen lo que quieran. Yo solo voy a recogerlo.
—Sí, claro —replicó Amelia, encendiendo el motor—. “Solo a recogerlo”, dice la chica que brilla como si fuera a grabar un comercial de perfume.
Sophia se acomodó el cabello detrás de la oreja, mirando por la ventana el gris del cielo de Hamburgo. Las gotas caían lentas, distorsionando las luces de la ciudad.
—¿Sabes qué? No me importa. Si verlo bajar del avión con esa sonrisa vale la pena, que me juzguen.
Amelia sonrió de lado mientras se incorporaban al tráfico.
—Así se habla, hija. Por amor… y un poco por drama, que eso lo heredaste de mí.
Sophia giró la cabeza, riendo otra vez, pero su voz sonó más suave cuando habló:
—Sí… lo extrañé demasiado, mamá.
—Y eso —dijo Amelia, mirándola con ternura— ya no necesita traducción.
El trayecto al aeropuerto fue una mezcla de emoción y nervios. El cielo estaba despejado, y los rayos del sol se filtraban entre las nubes grises de Hamburgo. Sophia miraba por la ventanilla sin poder quedarse quieta, alisaba su bufanda, encendía y apagaba el móvil solo para revisar la hora. su corazón latiendo con un ritmo que no lograba controlar.
Su cuerpo la traicionaba: cada latido, cada respiración, cada sonrisa involuntaria gritaba lo extraño, tres días fueron una eternidad.
El reloj del tablero marcaba las 9:45 a.m. cuando Sophia y Amelia llegaron al aeropuerto. La terminal bullía de viajeros, maletas rodando, altavoces anunciando vuelos, olor a café y perfume caro, más temprano de lo necesario. Llevaba un abrigo camel, bufanda y el cabello suelto, cayendo en ondas sobre los hombros.
—¿Segura de que no te adelantaste? —preguntó Amelia, sonriendo mientras buscaban un lugar cerca de la salida internacional.
—El vuelo aterriza a las diez —dijo Sophia, mirando la pantalla con el corazón latiendo rápido—. Prefiero esperarlo.
—¿A tu padre o a John? —bromeó Amelia.
—A ambos —mintió ella, aunque la sonrisa la traicionó.
A las 10:02, Sophia miró el panel de llegadas.
“Vuelo LH 241 — Procedente de Moscú — aterrizado.
Sophia sintió una corriente eléctrica recorrerle el cuerpo. Se acercó más a la línea de espera, la bufanda entre las manos, los ojos fijos en la puerta automática que pronto se abriría.
Pasaron los minutos.
Los pasajeros comenzaron a salir.
Ejecutivos con maletines, parejas abrazadas, familias con flores…
Sophia se irguió sobre la punta de los pies, buscando entre las caras. Sophia asintió, pero no podía quedarse quieta. Caminaba de un lado a otro frente a la puerta de llegadas, las botas de tacón resonando contra el mármol.
Se pasaba la mano por el cabello una y otra vez, intentando contener la sensación de vacío que le crecía en el estómago.