Día 27 — Cuenta regresiva: Moscú
La mañana se despertó con un gris helado que parecía envolver la ciudad entera. Afuera, la nieve caía en espirales suaves, cubriendo las calles y los techos con una quietud que solo Moscú podía sostener. Dentro de la embajada, el contraste era casi absurdo: el sonido del calefactor, el aroma tibio a tela limpia y pan tostado, el murmullo lejano de empleados diplomáticos cruzando los pasillos.
Sophia se inclinaba sobre la pequeña maleta de John, concentrada con una seriedad casi científica. El cierre metálico brillaba bajo la luz blanca del ventanal mientras sus dedos, ágiles y nerviosos, iban revisando cada compartimiento. Doblar, desdoblar, mover, revisar. No buscaba realmente algo; buscaba distraer el pensamiento que no la dejaba en paz.
—Bueno, al menos empacas como militar —murmuró, sin mirarlo, mientras levantaba una camisa gris perfectamente doblada—. Orden perfecto, cero caos.
John, reclinado en la cama, la observaba con un aire de paciencia que rozaba la diversión. Llevaba el vendaje firme en el hombro y una manta cubriéndole parte del torso. Aun así, su postura mantenía esa elegancia implacable, esa autoridad natural que no se debilitaba ni herido.
—Creí que el caos te gustaba —replicó, con voz grave y un brillo irónico en los ojos.
—Solo cuando lo controlo —contestó ella, sacudiendo la camisa antes de alcanzársela.
Él la miró con esa sonrisa que desarmaba estrategias enteras.
—Gracias, agente Müller —dijo, con una entonación burlonamente formal.
Sophia lo fulminó con la mirada y cruzó los brazos.
—No empieces, Miller. Regla veintiséis: nada de sonrisas irresistibles mientras te curas.
John arqueó una ceja, sosteniendo la mirada con teatral inocencia.
—No puedo evitarlo —replicó—. Son efecto secundario de la medicación.
Esa respuesta la hizo reír. Su risa resonó cálida, viva, contrastando con el viento que golpeaba los ventanales. Un par de asistentes que pasaban por el pasillo se asomaron discretamente por la puerta entreabierta: el contraste entre esa mujer pequeña y el exmarine enorme, intentando ponerse una camisa sin usar el brazo derecho, era digno de una comedia improvisada.
Sophia se acercó, sosteniendo la prenda con cuidado.
—Vamos —dijo, con tono suave—. Despacio, que todavía pareces recién ensamblado.
Él obedeció, inclinándose ligeramente hacia ella. Sus movimientos eran torpes pero controlados, y ella, paciente, le pasó una manga y luego la otra, procurando no rozar el vendaje. Cada roce accidental hacía que ambos contuvieran la respiración. La textura fría del botón contra sus dedos la distrajo un segundo más de la cuenta.
—Podrías dejar de mirarme así —murmuró, sin levantar la vista.
—¿Así cómo? —preguntó él, en un susurro bajo.
—Como si pensaras que esto es más que una misión temporal.
John ladeó la cabeza, la sonrisa lenta, casi imperceptible.
—Sophia, llevas tres días sin dormir por mí. Diría que ya cruzamos la línea del contrato.
Ella se enderezó, lo miró con los labios apretados, aunque una sonrisa traviesa amenazaba con escapársele.
—El contrato termina en tres días. Día treinta —dijo, mientras le acomodaba el cuello de la camisa—. Y cuando eso pase, ya no tendrás excusa para desobedecerme.
—¿Desobedecerte? —repitió él, fingiendo sorpresa—. Creo que esa palabra no existe en mi diccionario.
Sophia lo miró con descaro.
—Regla veintisiete: los soldados arrogantes deben ser supervisados permanentemente.
Esa vez John soltó una carcajada tan profunda que hasta el traductor que pasaba por el pasillo se detuvo a mirar con disimulo.
—Auch —bromeó, llevándose la mano al hombro—. Me acabas de herir más que la bala.
Ella se inclinó, tocándole el brazo con suavidad. Sus dedos apenas rozaron la piel vendada, pero el contacto bastó para hacer que él la mirara distinto.
—No bromees con eso —susurró, bajando la voz—. Pensé que te perdía, John.
Él levantó la vista despacio, sin responder de inmediato. La observó como si quisiera memorizarla: el cabello suelto cayendo sobre los hombros, el brillo tenso en sus ojos, esa mezcla imposible de miedo y ternura que solo ella podía sostener sin quebrarse. Durante un instante, el ruido del calefactor, los pasos del pasillo, incluso el viento afuera parecieron desaparecer.
John pensó que jamás había visto a nadie tan frágil y tan fuerte al mismo tiempo. Había enfrentado misiones, balas, emboscadas… pero nada lo desarmaba como verla así, temblando por él. Su instinto, acostumbrado a proteger, se rendía ante el simple hecho de que alguien lo cuidara sin pedir permiso.
La mirada de él se suavizó, y por primera vez en días no hubo estrategia ni humor en su voz. Solo verdad.
—Nunca vas a perderme, Müller —dijo al fin, con calma grave—. Ni aunque lo intentes.
Y aunque lo dijo como una promesa, en su cabeza fue algo más: una certeza que lo golpeó con la misma fuerza que el disparo. Porque si antes el caos era su territorio, ahora lo era ella.
Sophia apartó la vista, intentando recuperar el aire que se le había escapado. Se sentó junto a él, dejando que la habitación se llenara de ese silencio tibio que solo ellos sabían sostener. Afuera, la nieve seguía cayendo con una lentitud casi hipnótica.