El gigante y la pelirroja

Capítulo 24

Día 28 — Cuenta regresiva: Moscú

El amanecer trajo un cielo plomizo y un aire de despedida que se filtraba hasta por los pasillos silenciosos de la embajada. En el vestíbulo principal, los funcionarios alemanes y rusos iban y venían con carpetas, documentos y gestos formales, intentando cerrar los informes sobre el ataque. Klaus Müller estrechaba manos y firmaba reportes con la precisión de quien aún no asimilaba del todo lo ocurrido.

El embajador, un hombre alto de barba gris, habló con tono diplomático pero cordial:
—Los responsables ya están bajo custodia. Según la investigación preliminar, intentaban secuestrarlo, señor Müller. Interceptaron comunicaciones falsas para desviar su trayecto. Todo indica un intento de presión comercial, no un ataque político.

Klaus asintió con una mezcla de cansancio y alivio.
—Lo importante es que se resolvió sin más pérdidas. —Luego giró la cabeza hacia John—. Aunque a algunos les haya costado más de lo necesario.

John, de pie junto a él, con el brazo en cabestrillo y su habitual calma, sonrió apenas.
—Solo hacía mi trabajo —dijo, con modestia medida.

A pocos pasos, Sophia supervisaba que la maleta estuviera cerrada, que el pasaporte estuviera en la carpeta correcta y que nadie se olvidara de la medicación de John. Era un torbellino de control, moviéndose de un lado a otro entre los guardias y asistentes.
—Regla treinta —murmuraba para sí, revisando por tercera vez los documentos—: nunca confiar en un gigante que dice “no necesito ayuda”.

Su madre, Amelia, la observaba desde el sofá del lobby, divertida, con una taza de té entre las manos.
—Hija, pareces la enfermera, la guardaespaldas y la secretaria personal del paciente.
—Y todo en uno —replicó Sophia, levantando una ceja—. Regla adicional: supervisión intensiva hasta nuevo aviso.

John la miró, incapaz de ocultar una sonrisa.
—Si sigues inventando reglas, voy a necesitar un manual.
—Ya lo tienes —respondió ella, acercándose para ajustarle la bufanda—. Solo que nunca lo lees.

Los funcionarios que pasaban cerca fingían no escuchar, pero más de uno sonreía. Era inevitable: la escena parecía sacada de una comedia romántica diplomática. El imponente exmarine obedeciendo dócilmente a una mujer que apenas le llegaba al hombro.

—¿Listos para partir? —preguntó un oficial ruso, asomándose por la puerta—. Los vehículos están esperando.
—Listos —respondió Klaus, guardando los últimos papeles en su portafolio.

Sophia tomó su abrigo y se giró hacia John.
—No te atrevas a cargar la maleta.
—No lo haría… —contestó él con fingida seriedad—. Ya aprendí la regla veintisiete: los soldados desobedientes pierden privilegios.
Amelia soltó una risa clara.
—Por favor, John, hazle caso. Esta mujer te doma mejor que un batallón entero.
—Eso ya lo noté, señora —replicó él, sonriendo de lado—. Y con menos gritos.

El grupo cruzó el corredor hacia la salida principal. Afuera, la nieve se acumulaba sobre los autos blindados que esperaban encendidos, formando una fila perfecta. Dos patrullas rusas los escoltaban hasta el aeropuerto, por protocolo y precaución.

Mientras subían al vehículo, Sophia echó un último vistazo a la embajada, a ese lugar donde el susto se había convertido en alivio y las reglas en confesiones veladas.
John subió detrás de ella, con su brazo herido cuidadosamente protegido. Cuando el auto arrancó, él le rozó la mano, y ella entrelazó los dedos sin decir nada.

—¿Regla diez? —susurró él, sin apartar la vista del camino.
Sophia asintió, con una sonrisa serena.
—Confirmada y en curso.

El convoy avanzó entre la nieve, dejando atrás los muros de la embajada y el eco de un susto que, de alguna manera, los había unido más.
Para todos, había sido un incidente resuelto.
Para ellos, un capítulo más de su propio caos: uno que ya no necesitaba órdenes ni contratos, porque a esas alturas, el amor había tomado el mando.

El vuelo de regreso fue silencioso al despegar, pero solo por unos minutos. En cuanto el avión atravesó las nubes y el capitán anunció altitud de crucero, la tensión se disolvió como si el aire se abriera paso entre el miedo.

El gobierno ruso había ofrecido disculpas oficiales, una investigación completa y boletos de primera clase como gesto de “reparación diplomática”. John, con su brazo en cabestrillo y una manta sobre las piernas, no podía dejar de bromear al respecto.
—Nunca me habían disparado y luego ascendido de categoría —dijo, reclinando el asiento con una sonrisa cansada.
—Ni lo sueñes —replicó Sophia—. Esto no cuenta como recompensa, sino como protocolo de emergencia.
—¿Protocolo de emergencia con champaña? —preguntó él, alzando la copa que la azafata acababa de dejarle.
—Regla treinta y uno —respondió Sophia con un suspiro teatral—: prohibido usar el sarcasmo como analgésico.

—Entonces me quedo sin recursos —murmuró él, sonriendo.
—No, todavía puedes seguir obedeciéndome.

Amelia, sentada al otro lado del pasillo, los miraba con una sonrisa maternal y resignada.
—Nunca había visto a alguien desafiar a un exmarine con tanto estilo.
—Es genética, mamá —contestó Sophia sin despegar la vista de John—. Lo traigo de fábrica.

Amelia, desde el asiento contiguo, soltó una risa suave.
—John, hijo, no luches. En mi experiencia, las Müller siempre ganamos.




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