El gigante y la pelirroja

Capítulo 25

Día 30 — Capítulo final: “Contrato renovado”

La mañana amaneció limpia, con un sol dorado que se filtraba por las cortinas y llenaba el apartamento de Sophia de una luz cálida, casi cinematográfica. El aire olía a café recién hecho y a flores; un ramo de tulipanes amarillos, regalo de Amelia, adornaba la mesa. Afuera, Hamburgo despertaba con el rumor suave del tráfico y el sonido lejano de las gaviotas sobre el puerto.

John estaba de pie junto al ventanal, con su habitual porte de soldado fuera de servicio: jeans oscuros, camisa blanca arremangada y un vendaje apenas visible bajo la tela. Movía el brazo con cuidado, probando su rango de movimiento mientras fingía no mirar a Sophia, que caminaba descalza por la sala con una carpeta en la mano y un aire de propósito implacable. Llevaba un conjunto de lino beige y una blusa marfil, el cabello suelto cayéndole en ondas suaves por la espalda. Era la calma y el caos, en el mismo cuerpo.

—Día treinta —declaró, con voz de oficial en misión—. Fin del contrato temporal.

John levantó la vista desde el portátil, fingiendo sorpresa.
—¿Así, sin previo aviso? —replicó con tono grave y teatral—. Ni una extensión por buen comportamiento.

Sophia arqueó una ceja y lo miró con esa mezcla letal de dulzura y autoridad.
—Buen comportamiento no aplica cuando finges dormir para no tomar tus medicamentos.

—Eso fue una operación táctica de descanso —respondió él, alzando una mano, muy serio.

—Operación táctica. —Sophia sonrió, cruzándose de brazos—. Como cuando “accidentalmente” lavaste mi suéter favorito con tus camisetas negras.

John sonrió de lado, acercándose con paso lento, seguro, como si el suelo fuera suyo.
—Era un experimento sobre la compatibilidad de colores.

—Terminó siendo un crimen textil —dijo ella, y esta vez la risa se le escapó, clara y contagiosa—. No puedo creer que mi gigante se defienda con argumentos de químico doméstico.

Él se detuvo frente a ella, tan cerca que pudo oler su perfume, ese aroma suave a vainilla y lluvia. La miró con un brillo travieso en los ojos.
—Entonces… ¿esto significa que el contrato se termina? —murmuró, su voz grave bajando un tono.

Sophia levantó la carpeta y le dio un golpecito en el pecho.
—Se termina, sí. Pero se abre uno nuevo.

John arqueó una ceja.
—¿Y cuáles son las condiciones?

Sophia, con la compostura de una abogada y la picardía de una conspiradora, abrió la carpeta.
—Cláusula número uno: si el amor se vuelve real… ríe con él, duerme con él, conviértelo en refugio y cruza el mundo si hace falta, solo para un abrazo.

John la observó en silencio unos segundos. El brillo de sus ojos se suavizó, y cuando habló, su voz sonó más sincera que nunca.
—Entonces ya la firmé, Müller. Desde Moscú.

—Cláusula dos: ninguna misión sin notificación previa y aprobación por escrito.
—Eso suena sospechosamente a control —bromeó él—. ¿O es solo una excusa para tenerme siempre localizado?
—Es una medida preventiva —contestó Sophia, divertida—. La ONU la aprobaría si viera tu historial de decisiones impulsivas.
John la observó con esa media sonrisa que ya era su marca registrada.
—Entonces quedamos claros: tú redactas las cláusulas, yo las interpreto libremente.
—Y yo aplico sanciones creativas —dijo ella, sonriendo con triunfo.

—Cláusula tres: prohibido coquetear con el enemigo, sobre todo si son enfermeras rusas.

John la miró, divertido.
—Falso testimonio. Ella me estaba quitando una bala, no el corazón.

Sophia rió, empujándolo suavemente por el pecho.
—Cláusula cuatro: este contrato no tiene fecha de vencimiento.

John bajó la mirada hacia ella, esa media sonrisa torcida que derretía cualquier defensa.
—Entonces… ¿estás firmando algo permanente, Müller?

—Te lo advertí desde la regla diez —dijo ella, levantando el mentón con elegancia—: si el caos se vuelve amor, nadie lo niega.

John fingió pensarlo unos segundos y luego sacó del bolsillo trasero una servilleta arrugada. Sophia parpadeó, incrédula.
—¿Qué es eso?

Él la desplegó lentamente: allí estaban las firmas torcidas del primer contrato que habían improvisado el día uno del “Plan Tormenta Roja”.
—Nuestro acuerdo original —dijo él, sonriendo—. Lo guardé. No sabía que acabaría teniendo valor sentimental.

Sophia lo miró, con los ojos humedecidos y la voz temblando entre risa y emoción.
—Eso es lo más romántico y ridículo que has hecho en tu vida.

—Regla treinta y seis —replicó él, acercándose un poco más—: siempre guardar evidencia del caos.

—Y de nosotros —añadió ella, bajito.

Ella sonrió, bajando la mirada, como si intentara ocultar lo que sentía.
—No estaba segura de que quisieras renovar.

Él dio un paso más, y su sombra la envolvió con delicadeza.
—¿Renovar? —repitió—. Esto ya no es un contrato. Es una vida compartida.

Sophia levantó los ojos, riendo apenas.
—Qué poético, Miller. ¿Te golpearon en la cabeza además del hombro?

John rió, rozándole la mejilla con los dedos.
—No, solo me enamoré. Efecto secundario más grave.




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