El amanecer sobre Manhattan tenía ese brillo metálico que solo pertenece a la gran ciudad. Los rascacielos se alzaban como gigantes de cristal reflejando el primer sol, y el murmullo del tráfico sonaba a promesa y rutina. Desde el piso cuarenta y siete de las oficinas de Harrington Holdings, el día apenas comenzaba… o, en el caso de Sophia Müller, seguía desde la noche anterior.
Frente a una mesa cubierta de planos, reportes y una taza de café frío, Sophia revisaba los últimos documentos de la expansión europea del grupo. Su concentración era tan intensa que hasta el amanecer parecía respetarla. Llevaba un traje color marfil perfectamente ceñido a su figura: chaqueta de un solo botón, falda lápiz y tacones que resonaban con precisión quirúrgica en el suelo de mármol. Su cabello castaño caía en ondas suaves, aunque un mechón rebelde se negaba a obedecer al moño que ya amenazaba con rendirse.
—Regla cuarenta y uno —murmuró para sí misma, con un suspiro y una sonrisa—: nunca subestimar el poder del café en territorio enemigo.
La puerta se abrió sin aviso.
—Estás hablando sola otra vez, Müller.
La voz profunda, cargada de ironía y algo más que paciencia, la hizo girar.
John Miller estaba apoyado en el marco de la puerta, traje negro impecable, camisa blanca y la corbata perfectamente arreglada, como si la perfección fuera su prioridad… y también su encanto. La luz del ventanal delineaba su figura alta y segura; su mirada, mezcla de ternura y sarcasmo, tenía ese efecto peligroso que desarmaba a cualquiera, incluso a ella.
—No hablo sola —replicó Sophia sin alzar la vista de sus documentos—. Estoy documentando.
John avanzó despacio, sonriendo.—Claro… y supongo que también documentas por qué no dormiste.
—Alguien tiene que revisar los informes antes de que Alexander los firme —dijo ella con un suspiro teatral—. No todos podemos llegar tarde y parecer un comercial de relojes.
Él se inclinó sobre el escritorio, apoyando una mano cerca de la suya, con esa calma que escondía peligro.
—No llego tarde. Te estaba esperando abajo. Tenías reunión con el consejo hace veinte minutos.
Sophia parpadeó.
—¿Qué?
John levantó una ceja, divertido, y le extendió una carpeta.
—Por eso estoy aquí. Para rescatar a mi novia de una muerte diplomática.
Sophia se levantó de un salto, ajustándose la chaqueta con un bufido.
—No soy tu misión, Miller.
Él se acercó y, con descaro calculado, le abrochó el botón de la chaqueta.
—Eres mi asignación permanente. Lo firmamos, ¿recuerdas? Cláusula uno: si el amor se vuelve real, ríe con él, duerme con él… y cruza el mundo por un abrazo.
Ella lo miró con esa mezcla de ternura y sarcasmo que solo una mujer enamorada puede lograr.
—¿Y la parte del trabajo?
John ladeó la cabeza con fingida inocencia.
—Anexo confidencial: incluye acompañarte a todas las juntas, cafés y colapsos emocionales.
Mientras caminaban por el pasillo de cristal, los empleados los saludaban con sonrisas disimuladas. Sophia intentaba mantener la compostura profesional, pero su mano seguía atrapada en la de él.
Al pasar frente a la sala de juntas principal, Alexander Harrington levantó la vista desde su portátil.
Su porte impecable, traje azul medianoche y voz británica, lo hacían parecer más un monarca que un CEO.
—Llegan justo a tiempo —dijo con calma medida—. Y tranquilos, no diré nada del beso en el ascensor.
Sophia se sonrojó hasta las orejas.
—No fue un beso, fue una… prueba de sincronización —dijo, intentando mantener dignidad.
John, sin perder su aplomo, añadió:
—Ejercicio táctico aprobado por la división de protección ejecutiva.
Alexander arqueó una ceja.
—Claro. Debería incluirlo en el reglamento interno.
La reunión transcurrió entre exposiciones impecables y pequeñas miradas cómplices. Sophia habló con claridad, analizando cifras y estrategias, mientras John la observaba con ese orgullo silencioso que decía mucho más que cualquier elogio. Alexander, al final, cerró el expediente y dijo con una sonrisa contenida:
—Müller, has hecho un trabajo brillante. Y tú, Miller… sigue cuidando a nuestra inversión más valiosa.
—Eso haré, señor —respondió John con voz seria, aunque su mirada hacia Sophia lo traicionó.
Cuando salieron del despacho, ella estalló en una risa suave.
—Te llamó mi guardaespaldas ejecutivo.
Él se encogió de hombros.
—Lo soy. Y el más feliz del planeta, por cierto.
Caminaron juntos hasta el ascensor. Sophia le lanzó una mirada retadora, aunque sus labios temblaban en una sonrisa.
—Regla final, Miller: nunca dejes de hacerme reír, aunque estemos a cuarenta y siete pisos de altura.
Él se inclinó hacia ella, susurrándole al oído con voz grave:
—Confirmada y en curso.
Las puertas se cerraron, y John la besó con esa calma peligrosa que solo él tenía, un beso que fue mitad risa, mitad promesa.
Afuera, Manhattan rugía viva, caótica, eterna.
Pero dentro de aquel ascensor suspendido en el aire, Sophia y John habían encontrado algo que en la ciudad de las ambiciones casi nadie logra: un amor que sobrevivía a las reglas, los contratos y el tiempo.