Astoria
Desperté como todas la mañanas en mi casa, pero no olía como siempre, esta vez tenía un olor como cartón. Me desperté por la luz que entraba por la torcida persiana, tenía la extraña sensación de que había algo mal. Era esa sensación de mal que te vacían sin que nadie te toque.
Me senté en la cama, con las sábanas arrugadas hasta el cuello y el pelo hecho un nido, y escuché. Nada. Silencio. Ni voces, ni cafetería, ni el zumbido del televisor que mi papá, Elliot, dejaba a todo volumen aunque no lo mirara. El silencio se sentía como un grito que nadie se animaba a soltar.
Me levanté despacio sin saber lo que estaba por pasar. Sin saber que esas eran mis últimas horas en el lugar que crecí. Ese lugar donde me escondía debajo de la mesa de chiquita cuando tenía miedo. Donde Logan nació, dio sus primeros pasos, o donde Jeremy me enseñó a andar en bici, y a decir maldiciones sin que papá o mamá nos escuchara.
Al bajar las escaleras vi cajas por todos lados, la mayoría estaban selladas, había un par abierta o incluso a medio llenar. Mi mamá estaba en la cocina, con una taza de café aparentemente no había tocado, tenía una sonrisa, que a diferencia de la normal, no le llegaba a los ojos.
—Buenos días, Tori— dijo, como si todo fuera normal.
—¿Nos vamos?— pregunté, sabiendo la respuesta.
—Es una gran oportunidad para todos.
No contesté. No hice ni una mueca. Había crecido aprendiendo que discutir con ella era como hablar con una pared, cada vez le quiero decir algo me dice “no seas dramática” por más que sea real.
En el pasillo estaba Jeremy, con una caja enorme que le tapaba la mitad del cuerpo. Al verme levantó las cejas en forma de saludo si soltar la caja. Tenía una cara de sueño, parecía que había dormido solo 2 horas, y sus mangas estaban arremangadas. Como todos los días, estaba haciendo lo que nadie le pedía pero lo necesitaban.
De un momento entró Logan, como si fuera un torbellino con patas.
—¡Tori! ¡Tori! ¿Crees que en la casa nueva va a haber helado?
—No creo, Logan. Solo va a haber cucarachas y almas en pena— respondí sin pensar.
—¡Eso es genial!
Su sonrisa seguía intacta. Tenía una energía absurda. Durante sus 14 años de vida fue así. Nunca supe si de verdad no entiende lo que pasa o si elije vivir en su mundo de chistes malos para no ahogarse con la cruda realidad.
Después apareció mi papá, como una sombra bien planchada. Su camisa limpia, rostro neutral, como si de el mejor padre empresario se tratara. Me dijo algo como “Vamos con tiempo” o “El camión ya está afuera”. No me miro a los ojos. Nunca lo ha hecho.
Empacaron mi cuarto sin avisarme. Mis cosas en cajas que no etiquete, mi cámara envuelta en ropa vieja, mis libros mezclados con cosas de Jeremy porque "así ahorramos espacio".
Nadie me preguntó si quería mudarme. Nadie dijo “Tori, ¿estás bien con dejar a tus amigos, tu escuela, tu calle?”. Fue todo decidido desde arriba, como si la opinión mía y de mis hermanos no contara.
—Va a ser bueno para todos— volvió a repetir mamá mientras cerraba una caja, parecía querer convencerse a sí misma.
—Claro— dije. Me hubiera gustado gritarle todo lo que pienso. Que ella no habla por mí. Pero no lo hago, así como nunca lo hago.
El día que me fui de Quebec fue un martes, uno como cualquier otro martes, y nadie llora un martes. Nadie espera que el mundo se rompa justo ese día. No importaba que Logan cantara una canción absurda y Jeremy intentara mantener el orden, aunque mi madre dijera que era “un nuevo comienzo” ni que mi padre pusiera una lista de reproducción de jazz que a nadie le gustaba.
Yo pensaba en lo que dejaba: en Maika, mi mejor amiga desde los siete, en el mural del pasillo de la escuela donde había dibujado un pedazo de mí, en el señor del quiosco que sabía mi pedido de memoria. En mi habitación con olor a esmalte y música vieja. En el nido que me había armado, en un mundo que, aunque no era perfecto, al menos era mío.
No es la primera vez que la vida me da la espalda. Pero esta vez dolió distinto. Porque esta vez nadie me empujó. Esta vez fueron los que se suponía que me tenían que abrazar.
Esto más que una decisión madura y conjunta, parecía una huida, de algo que no se dice. Aunque toda esta mudanza está camuflado con una mejor propuesta de trabajo y una oportunidad de trabajar virtual por dos meses.
Jeremy me lo dijo una vez, bajito, en la cocina: "No es tu culpa que no te escuchen, Tori. Hay gente que prefiere el silencio a enfrentar lo que rompe". Y él no habla por hablar, tiene bastante conocimiento en lo que dice.
Mientras terminaban de subir las cosas al camión de la mudanza yo me quedé mirando la puerta por última vez.
—¡Vamos, Tori! Capaz esta ciudad tenga helado de uva!!
No supe qué decirle, ni qué hacer. Logan es así siempre, siempre hace chistes absurdos por más que no sea el mejor momento.
Al subir al auto Logan empezó a hablar sin parar, preguntando si la casa nueva tenía escaleras, si iba a haber una plaza cerca, si podía pintar su cuarto de verde. Mamá asentía como si prestara atención.
Subí al auto sin mirar atrás, no porque no me importara sino porque sabía que si lo miraba no me iba a querer ir. Aunque yo no elegí irme, y me lo hayan puesto enfrente como una sentencia.
Siempre suelo escuchar que los viajantes dicen que mudarse es empezar de cero. Lo gracioso de esto es que yo nunca pedí empezar de cero, yo nunca quise borrar nada de mi vida.