Había una vez un niño llamado Theo, que amaba con todo su corazón jugar al fútbol. Se pasaba las tardes pateando la pelota en el patio, inventando jugadas mágicas y soñando con goles que hacían temblar estadios enteros. Cada vez que metía un gol, levantaba los brazos al cielo como si ya estuviera en la final del mundo.
Sus padres, Hernán y Yaela, siempre lo miraban con ternura. Aunque Theo era pequeño, su pasión por el fútbol era gigante.
Un día, la gran noticia llegó: Theo fue aceptado en uno de los clubes más importantes de la ciudad. ¡No cabía en sí de la emoción! Desde ese momento, entrenaba todos los días con más ganas que nunca. Hacía ejercicios, comía sano y soñaba despierto con el día en que haría algo tan extraordinario que sus padres se sintieran muy orgullosos de él.
Finalmente, llegó el gran partido. El estadio estaba lleno de familias, entrenadores y compañeros. Theo estaba nervioso. Tan nervioso, que sus piernas temblaban como hojas al viento. Cuando la pelota llegó a sus pies, la pateó demasiado fuerte y se fue lejos. Otra vez, se tropezó. Luego, perdió un pase importante. Todo lo que había entrenado parecía desvanecerse en un mar de nervios.
Cuando el silbato final sonó, Theo no pudo evitarlo. Se sentó en el banco, se quitó los botines y bajó la cabeza. Estaba muy triste. Sentía que había fallado. Que no había sido extraordinario. Que había decepcionado a quienes más amaba.
Pero entonces, escuchó sus nombres:
—¡Theo! ¡Theo! —gritaban sus padres desde las gradas.
Corrieron hacia él, sonrientes, con los ojos brillando de emoción.
—¡Estuviste increíble! —dijo Hernán abrazándolo fuerte.
—¡Nos encantó verte jugar! —agregó Yaela con una sonrisa que le iluminaba la cara.
Theo los miró, confundido.
—¿Pero... no vieron que no metí ningún gol? ¿Que me salió todo mal?
Su mamá se agachó y le tomó las manos.
—Vimos a nuestro hijo ahí, en la cancha, cumpliendo su sueño, luchando por lo que ama. No necesitas hacer algo extraordinario para hacernos sentir orgullosos. Solo con verte disfrutar, ya ganamos todos.
Entonces Theo lo entendió. El fútbol era su pasión, y no se trataba solo de ganar, ni de brillar todo el tiempo. Se trataba de jugar con el corazón, de aprender, de crecer y de disfrutar.
Desde ese día, Theo siguió entrenando, riendo, cayendo y levantándose. Pero cada vez que salía a la cancha, ya no jugaba para ser perfecto… jugaba para ser feliz.
Y eso, sin dudas, era su mejor gol.
Fin.