El gran dilema

Capítulo 1: Compromisos

La familia Piccadilli se encontraba muy bien constituida; estaba el rollizo padre con aires bondadosos, transpirándose la vida bajo el accesible pero formal traje que llevaba para la ocasión. La madre, una mujer joven y también rolliza, con un rostro tan precioso y maternal que desprendía suspiros, y finalmente el último pero no menos importante integrante de la familia; el borrego colorado berrinchudo que no hacía más que llorar apenas la lente de la cámara profesional de Emily lo enfocaba.

La chica se mordió el labio nerviosa, intentando no borrar la sonrisa que traía pintada al óleo desde hacía cerca de una hora, apurada por el reloj, por aquella reunión a la que estaba llegando tarde.

Apretó los dientes ya no tan entretenida ante el berreo del niño, y esperó con su muy presente santa paciencia hasta que la familia decidió que era mejor plasmar el momento cuando el pequeño angelito no estuviera tan molesto.

Emily aceptó con alivio, un par de minutos más y lo habría propuesto ella misma. Sus dotes le eran limitados a la hora de tratar con niños tan pequeños, prefería los adultos, incluso un poco más a los adolescentes. Pero no a los bebés.

Se despidió de ellos en la puerta de su estudio fotográfico Fern's prometiéndoles otra cita programada y apenas estos se perdieron sobre el auto, Emily corrió hacia el interior del negocio, buscando en su bolso sin fondo la blusa y un blazer gris verdoso que había guardado con anterioridad, previendo que no haría a tiempo de llegar a su departamento para asearse y cambiarse como era debido.

Se quitó la simple blusa hippie que traía puesto y colocó sobre su cuerpo la preciosa prenda de hilo con una rapidez mareante, deslizándose por último dentro de la americana con avidez.

Buscó la llave de su local en el desorden de su escritorio. Era su estudio, el mismo lo había conseguido adquirir con la cuantiosa paga que había obtenido luego de trabajar como fotógrafa para Dante’s Night.

¡Ya no más Norma Jean para ella!¡Ya no más gritos y malos ratos! ¡Ya no más jefes! Ahora era ella sola, aterrador y placentero pero sola.

Fue por la bicicleta que le había regalado Jamie tres años atrás. La guardaba en el diminuto cuarto de mantenimiento ya que las ligeras y esporádicas lloviznas de otoño solían aquejar L.A, y ya había conseguido bastante mantenerla impecable como para que el clima la oxidara o deslavara los perfectos lunares coloridos.

Cerró el local, no sin antes cerciorarse de que todo estuviera en el desordenado orden en el que todo tenía que quedar —nada reprochables manías que le había pegado Norma— y emprendió camino apurada por el tiempo limitado que le había quedado.

Las delgadas ruedas atravesaron el pavimento en una velocidad excedida para el deplorable estado físico de Emily. Miró el bonito reloj pulsera que Danny le había regalado dos años atrás, para su cumpleaños número veintitres, y se exaltó sobre su asiento. Llegaba tarde al té de las cinco con las chicas, por supuesto, aquella a la cual Marmee llamaba la pequeña reunión socialité. Tenía suerte de que estuviera cerca de su propio local.

Dio una última y cansada vuelta a la esquina y suspiró con alivio al ver el lujoso recinto a escasos metros. El lugar era la única casa estilo inglés de la cuadra, desentonaba alegre entre tantos edificios altos y deslavados, tal cual la misma Marmee en el ambiente del cual vivía.

Su gran amigo Harlem ya se encontraba esperándola fuera. Traía un grueso saco blanco con flores color pastel entallado en la cintura y era fácilmente distinguible gracias a ello.

—¡Emmilianne! —chilló el modisto afroamericano con una gran sonrisa, haciendo girar a un par de transeúntes con su agudo tono de voz acompañado de un chillido típico de él. Sus saludos siempre hacían parecer que no se habían visto en meses, cuando en realidad habían cenado juntos la noche anterior.

Emily dejó la bicicleta junto a un poste, algo recelosa de tener que abandonarla a la intemperie. La aseguró con el viejo candado rojo y se arrimó agotada a uno de sus celestinos favoritos, quien la recibió en un apretado abrazo.

—¿Llegué muy tarde, Harlem? —pronunció intentando no quedarse dormida entre los brazos del modisto y su muy cálido y mullido saco.

—No, aun no llega Aurora e Ian acaba de traer a Mina —explicó mencionando al antiguo compañero de trabajo de Emily—. ¡Pero entremos que me despeino! —rio mientras tiraba de Emily hacia el interior del estrafalario recinto.

Por dentro el lugar era del estilo Rococó, como entrar al palacio de Versalles y encontrar a María Antonieta en cada detalle; colores pasteles, detalles dorados, delicadeza y pulcritud por donde mirara y pisara. Se sentía desencajada con su blusa de hilo, su viejo blazer y sus converse negras y rotas. Allí todas se presentaban con vestidos floreados a pesar de las inesperadas bajas temperaturas, incluso Harlem tenía su saco a tono.

Se dirigieron entre elegantes congregaciones esparcidas por pulcros sillones rodeados por mesas ratonas rebosantes de galletas y pasteles de todo tipo. Las mismas dejaban un halo cálido con aroma a chocolate y dulces.

Emily no pudo evitar pensar en Danton cuando el chocolate invadió sus fosas nasales; su alimento favorito.

—¡Hola, Emily! —chilló Marmee sacándola del recuerdo de su novio con los dedos y sonrisa pícara manchados de cacao. Ahora su mirada estaba pegada en la barriga de seis meses que traía la delicada y pulcra actriz. Barriga que también le pertenecía a uno de sus mejores amigos; Murdock Hampton.

—Hola, Mar —respondió a su cálido abrazo muy suave, tratando de evitar aplastarle la panza. La soltó con cuidado y se dirigió a la chica que se encontraba sentada a su lado, con sus platinos cabellos largos y su piel ligeramente rosada—. ¿Cómo va, Mina?

—Todo excelente —respondió la aludida con su hermosa y ensanchada sonrisa, mientras los tres se sentaban a la espera de la última faltante.



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En el texto hay: contrato, amor, actor

Editado: 15.07.2020

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