El Gran Viaje

Última Parada

Capitulo 9

Última parada...

El viento seguía soplando con fuerza, pero no era frío… era más bien una caricia, como si la naturaleza intentara consolar nuestro agotado andar. Caminamos durante horas desde el gran barranco, arrastrando los pies y el alma. El cansancio era tanto que decidimos detenernos en un claro junto a la carretera. No era un lugar cómodo, pero era suficiente. Sería nuestra última noche en la montaña.

Con manos temblorosas intenté encender una fogata. Siempre había sido el trabajo de mi hermano, pero ahora me tocaba a mí. Me tomó más de lo que esperaba, y cuando por fin chispeó la llama, la noche ya nos había envuelto. Me sentí pequeño, pero también orgulloso.

Mi hermano comenzó a recobrar el conocimiento. Estaba desorientado, pero vivo. Samanta no se separó de él, sus cuidados fueron la chispa que él necesitaba. Aun así, esa noche fue la más larga de mi vida. Siempre podía dormir tranquilo sabiendo que él o Karin hacían guardia. Pero esa noche… esa noche fui yo el que tuvo que mantenerse despierto.

Mientras todos dormían, sus palabras regresaron a mi mente:

“Debes valorar las segundas oportunidades que te da la vida.”

Y ahí, entre sombras y brasas, supe que así lo haría. Ese sería mi nuevo propósito: volverme más fuerte, no solo por mí, sino por ellos. Tomé unas telas rasgadas y comencé a adaptar las bicicletas. Les añadí un asiento extra a cada una. Quería que viajáramos juntos, más unidos que nunca. El cielo comenzó a aclararse cuando terminé. Mi hermano fue el primero en despertar.

—¿Estás bien? —pregunté con la voz quebrada.

—Sí… eso creo —respondió, aún confundido.

Le conté todo. Lo que había pasado… lo que habíamos perdido. Lloró. Pero no por debilidad, sino porque comprendía. Y luego me dijo algo que no olvidaré jamás:

—Ahora depende de nosotros. Debemos ser más fuertes… por ellas.

Y lo entendí. Habíamos crecido. Sin darnos cuenta, la infancia se había terminado.

Las chicas despertaron poco después. Samanta sonreía con alivio, Zahorí nos abrazó en silencio. Desayunamos en calma y nos pusimos en marcha. El camino descendía y con las bicicletas ahora adaptadas, viajamos más cómodos. Nos detuvimos en una pequeña cascada junto a la carretera para bañarnos, cambiar de ropa y respirar. El clima era cálido. El mar no podía estar lejos.

Y entonces, lo vimos.

Un mirador natural nos mostró el azul infinito. Zahorí gritó:
—¡Llegamos más rápido de lo que pensamos!

Pero no todo era alegría. A lo lejos, como un murmullo de hierro, marchaban soldados hacia el sur. No iban hacia nosotros, pero la guerra no parecía haber terminado. Nadie dijo nada… pero todos lo sentimos: aún no estábamos a salvo.

El ambiente cambió cuando nos acercamos a la costa. No había puestos de comida, ni vendedores ambulantes. Solo silencio. Las puertas estaban cerradas, las calles, vacías. No había destrucción… pero sí ausencia. Como si el tiempo se hubiera detenido.

Y entonces, llegamos.

La playa se extendía frente a nosotros, tranquila, intacta. El sol comenzaba a esconderse, tiñendo el cielo de un naranja suave y melancólico. Nos quitamos los zapatos y caminamos hasta la orilla. Las olas nos mojaban los pies, el viento nos acariciaba la cara. Por primera vez en días… sonreímos de verdad.

Nos abrazamos.

No dijimos nada.

No era necesario.

Habíamos llegado al final del viaje… o quizás, solo al final de una etapa.

Porque la vida no se detiene.

Y en algún rincón del alma… todos sabíamos que, tarde o temprano, habría que seguir caminando.



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En el texto hay: juvenil, postapocaliptico, supervivencia.

Editado: 22.05.2025

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