Aquella noche aún atormenta mis sueños. Han pasado 70 largos años ya, y todavía sigo escuchando los mismos relámpagos, los mismos gritos, el mismo relinchar.
A medida que mi cuerpo va sintiéndose cada vez más enclenque, y mi mente olvidando algunos recuerdos. Empiezo a perder la esperanza de que, en algún momento, aquel fatídico episodio, me deje en paz.
Corría el año de 1766. El reverendo Isaías había hecho su visita rutinaria a la casa. Me encontraba en mi habitación esa noche, como todas las noches, desde hace un año.
Ya me había acostumbrado a sus frecuentes visitas, aunque hasta esa entonces no supe el motivo. Mi mente de niña me hacía imaginar cosas, cosas como que mi familia era muy apegada a Dios, pero, siempre que venía, era como si la pena se apoderara de mis padres, como si el remordimiento y el miedo les estrujaran el corazón a ritmo lento. Mi madre, sobre todo, parecía que se quería morir. ¿Por qué Dios es tan cruel con ellos? Me solía preguntar siempre.
Tenía 13 años en ese entonces, como era normal, mi curiosidad estaba a flor de piel, algo natural en alguien de mi edad, y fue aquella noche, más que ninguna, que estaba decidida a desvelar lo que tanto a aquejaba a mis marchitos padres, a los mismos que veía ya con los ojos medio saltados, con el pellejo pegándose a los huesos. Algunas veces parecían cadáveres vivientes, por lo pálido de sus rostros.
Desde que mi hermano menor murió a causa de una enfermedad desconocida, las cosas cambiaron drásticamente de la noche a la mañana. Mi padre quien era gentil y cariñoso, se había hecho un hombre más estricto y poco apegado a mí. El semblante risueño que solía tener, se fue. Era como si alguien más estuviera adentro, metido en su ser, como si su apariencia solo fuera un simple cascarón. Mi madre, en cambio, comenzó preocuparse por todo lo que hacía y se volvió sobreprotectora.
Recuerdo que a veces se ponía a llorar por las noches. No era pena, era amargura, impotencia y quizá, un poco de desesperación. Mi padre, con voz baja le pedía que se calmara ―Cariño, Lili te va a escuchar ―le decía. Él sabía que era inútil, que no iba a parar y que por más que lo pidiera, ella seguiría con ese lamento fúnebre.
Desde que empezó con esos quejidos, yo la escuché atentamente, cada noche, de principio a fin. Notaba como nuestra silenciosa casa retumbaba con fuerza y sentía que, en algún momento, sus cuerdas vocales terminarían desgarrándose.
Eduard, que era como se llamaba mi papá, se encontraba en la sala hablando con el reverendo, como solían hacerlo antes y después de ir al viejo granero.
Había bajado unos cuantos escalones desde la segunda planta, los sufrientes como para no ser descubierta, sin embargo, pese a todos mis esfuerzos, no lograba escuchar lo que decían, pero no era necesario escuchar nada, el llanto de mi madre lo decía todo.
Por alguna extraña razón, me prohibieron ir a la sala en los días que venía el reverendo. Siempre tuve la sensación y la sospecha de que algo andaba mal. Solo en esos días me daban aquella extraña infusión de hierbas, de aspecto verdusco y oscuro, decían que me ayudaría a descansar mejor y aliviaría los malestares estomacales que constantemente tenía.
Hasta que uno de esos días de visita, me encontraba jugando en el patio trasero que daba justo a la cocina. Busqué unos cuantos insectos de entre la hierba verde y las flores secas que mi madre había dejado morir, les construí sus casas y comencé a ponerles un nombre.
No sé si fue por accidente, o por cosa del destino, pero ese día, vi a través de la ventana que tenía la cocina, como mi madre hurgaba entre los cajones y sacaba una pequeña botella de cristal, oscura y burda. Su mirada era tenue, taciturna e indiferente. Tenía entre sus manos aquella botella, mirándola directamente, pensando quien sabe que cosas y como si su mano se moviera sola, le quitó el tapón y puso un par de gotas a lo que más tarde tomaría.
Ahí entendí el por qué algunas veces dormía con más prisa, y sin noción de lo que había pasado, terminaba despertando a altas horas de la madrugada, ya en la cama y con el cuerpo entumecido.
Así que esa noche del 31 de octubre, mentí a mis padres diciendo que hoy no necesitaba la infusión, que estaba muy cansada y que después de rezar me iría a dormir. Lo cierto era que, esa noche debía permanecer despierta y con los cinco sentidos en pleno funcionamiento.
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