Ya había pasado un buen rato desde que me puse a espiarlos, me quedé aferrada a la barandilla, tratando de que el sueño no se apoderada de mí. Acaricié la madera unas cuantas veces con la cara, era la primera vez que un trozo de madera se sentía tan bien. Estaba completamente consciente, tan consciente que pude sentir como mis parpados cedían lentamente, pero se abrieron de inmediato al escuchar el chillido de la puerta abriéndose... y cerrándose.
Recuerdo muy bien que bajé lentamente, las piernas me temblaban y el miedo me apretaba la garganta. Intentaba pisar lo más leve posible para no hacer tronar la vieja madera del piso. ―Paso lento y seguro ―me decía en la mente.
Hubieron veces en las que pensaba en regresar, era una sensación extraña: angustia, temor, pena, sensaciones entre mezcladas que me querían hacer desistir, pero en un acto de valor, logré llegar hasta la puerta.
La noche se había cubierta por un velo violento de agua y relámpagos, de un momento a otro, se vino el día y así como vino se fue, pero no me importaba eso, ya le había comenzado a perder el miedo al sonido de los truenos.
Por un momento me sentí perdida, no tenía ni la más mínima idea de por donde habrían podido ir, el agua se encargó de borrar las huellas de las pisadas, y, por si fuera poco, mis ojos no lograban avistar ninguna luz. Caminé unos cuantos pasos de un lado a otro, tratando de trazar una ruta que seguir, fue en ese instante donde a lo lejos, escuché relinchar a un caballo, supe en ese entonces que debieron haber pasado por el establo, así que no lo pensé ni un solo segundo y a paso ligero, me apresuré a darles el alcance suficiente para no perderlos de vista otra vez.
Mis sentidos se agudizaron, sentía como la brisa fría danzaba sobre mi piel, acompañándome mientras inspeccionaba cada potrero. Supongo que a cualquier niña de mi edad le daba cierto miedo andar sola a esas horas de la noche, con la sensación de que alguien venía detrás de ti, y que tu sombra ya no era tuya.
Ya estaba por salir y escuché nuevamente ese relinchar. ―Es la yegua que mi padre le regaló a mi hermano ―dije en mi mente. Caminé cinco pasos más, uno más lento que el anterior, giré la cabeza y vi a Dulce, totalmente blanca y pulcra, así era la yegua de mi hermano. Me estaba mirando fijamente, sus ojos tenían un color rojizo y parecían sangrar. Se puso inquieta, moviéndose contra la tranquera del potrero, parándose a dos patas y relinchando cada vez más fuerte y violento, como si me quisiera aplastar a pisotones.
Mi cuerpo había quedado petrificado por algunos segundos, mi corazón comenzó a latir con más velocidad en cada palpitar. ―¡Bum, bum, bum! ―podía escuchar en mi pecho, cual pájaro escucha su cantar.
Nunca le había tenido tanto miedo a un animal hasta ese entonces. De seguro fuero mis temores los que sentía que me asfixiaban, o quizá solo fue mi mente nublada por la escena que acababa de presenciar.
Estando ya afuera, de rodillas, me recogí en el suelo, temerosa, sucia y empapada. Respirando a lo poco que daba, tratando de controlar a mi temeroso cuerpo, frágil y pequeño. Entre tanta penumbra pude vislumbrar tres siluetas, marcándose apenas con la poca luz de la lampara. No sé cómo no me puse a llorar en ese instante. Estaba aterrada y nerviosa.
Los siguientes segundos se me hicieron confusos, solo recuerdo que me levanté como si no hubiera pasado nada y seguí la luz. Caminaba cada vez más rápido, pendiente de no perder el rastro, apartando las ramas y pisando suave, como un depredador acechando a su presa, usando los árboles y las ramas de escondite. El lodo que se mantenía cubriendo gran parte de mi cuerpo, hacía el resto del trabajo.
Algo era seguro, cada vez estábamos más lejos de casa. La variedad de vegetación y la poca iluminación, hicieron que notara que estaba en la zona norte de la granja, donde terminaban nuestras tierras y comenzaba el bosque de los perdidos, ese bosque maldito, donde los cuervos esperaban impacientes, la carne fresca de algún desgraciado suicida. Un lugar donde las adolescentes del conservatorio religioso del pueblo, venían a despojarse de toda maldición, atormentadas por el pecado de la concepción prohibida y precoz.
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