Los días siguientes fueron un tormento. Charlotte estaba sumida en una tristeza profunda, y la llamaban "la malvada hechicera" en la calle. Estaba sola; todos sus familiares le habían dado la espalda, excepto una: la tía Silva. Silva era amable, dulce y buena en apariencia, pero por dentro albergaba un corazón malicioso y oscuro.
"Tía Silva, ¿por qué me hizo esto? ¿Por qué?", sollozaba Charlotte.
"No lo sé, mi niña, no lo sé", respondió Silva, acariciando su cabello. "Solo sé que debes hacerte más fuerte para poder recuperar su amor".
"¿Pero cómo? ¡Si ya está comprometido con alguien más!", gimió Charlotte, desesperada.
"Pronto llegará el día...", murmuró la tía Silva con una sonrisa críptica, y se marchó.
"¿Qué día? ¿De qué día hablas? ¡Dímelo!", gritó Charlotte, pero la tía ya se había ido. Charlotte siguió llorando, su desesperación convirtiéndose lentamente en ira.
Más tarde, salió de su casa con una capucha para ir al pueblo, deseando pasar desapercibida.
"¿Me puede dar un tomate, lechuga...?", pidió en el mercado.
De repente, alguien gritó: "¡Es la malvada hechicera! ¡Cuidado, nos puede hacer daño!"
Charlotte intentó ignorarlos, pero una voz familiar la detuvo.
"Vaya, vaya, ¿quién está aquí?" Era el príncipe William.
"¿Qué quiere, príncipe William?", preguntó Charlotte con frialdad, intentando ocultar el amor persistente que sentía por él.
"¡A mí no me puedes hablar así!", espetó él.
"Si no le importa, tengo más cosas que hacer. Adiós", dijo Charlotte, dándose la vuelta, intentando parecer fuerte aunque por dentro se derrumbaba. Aún lo amaba, pero el dolor era insoportable.