El grito de las codornices

VI

Tempestad incesante

Abría a nuestra piel

Yuyos de sangre

Nuestra barca era guiada a un mar desconocido

E inmensas olas iracundas nos arrojaron a la fría muerte.

Náufrago y delirante

La piel se hacía flor de carne.

El odio se extendía entre los fieles del rey

Y este, en su cobardía

Envió a sus lacayos

A arrojar fuego y hierro.

Perecieron cientos y el rey reía

Pero, ¡Gracias, dioses!

Algo extraño carcomía sus vísceras

Y sus ojos fueron cerrados.

Júbilo y vinos

Para efímeras noches de regocijo.

El mal volvió y otro rey se instauró

¡Qué desdicha!

 




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