El grito mudo (proceso)

CAPITULO VII "Bitten to boot"

1:45

SIMON

-La escena no era tan terrible como el hedor que propagaba. El cuerpo inmóvil, frío y, casi ya, putrefacto de aquella mujer envejecida se lucía frente a los focos de luces LED que la enfocaban directamente. Guardaba, ya siempre, reposo en una camilla blanca de hospital, la cual estaba profundamente tintada de sangre por la mayoría de las partes. La parte inferior al codo de aquella mujer pendía de un fino músculo que salía sobre su hombro, como un hilo. El brazo se balanceaba sobre ese hilo: había sido arrancado sin piedad y detenimiento de el hombro y luego la piel había sido magullada y arrancada pudiendo así verse aquel sostén de músculo que goteaba sangre. 

Los ojos de aquella mujer inspiraban de todo menos vida, inspiraban terror. Inspiraban la muerte. Había múltiples cortes en su cuerpo, algunos más disimulados y menos profundos que otros, pero uno de ellos destacaba: se encontraba en su cuello. La sangre brotaba de aquellos cortes y se deslizaba hacia el suelo produciendo voluminosos charcos.

No encontraron ningún rastro de violación visible, tampoco encontraron pezones en sus pechos: habían sido arrancados a base de mordiscos. 

Aún así, tras ver esto, Simon pensó que el asesino disfrutó mutilando a la mujer pero no se tomó mucho tiempo en hacerlo, tenía prisa.

No cabía duda alguna, era la Señora Murkoff.

La sala no tardó en llenarse de analíticos qué rápidamente se pusieron a tomar muestras de todo, la policía también se encontraba allí observando el crimen y poco después vino el FBI.

- Ya están aquí Roger. - dijo Simón dirigiéndose a su compañero el cual se encontraba mirando una huella de una bota echa de pura sangre - Como no.

Su compañero afroamericano Roger, su mano derecha después de que Ángela se marchase del cuerpo, resopló al ver entrar a cuatro hombres uniformados bajo el nombre del FBI.

- Capullos gordos engreídos, vienen a quitarnos el puto trabajo y luego a llevarse todo el mérito. - erigió enfurecido - No hay derecho.

Tan pronto como entraron empezaron a revolotearlo todo como si de su casa se tratase: cogían varios objetos (con sus guantes de piel negros) y si nada de esos objetos les llamaba la atención (huellas, pistas o cualquier cosa que pudiera facilitar la búsqueda del criminal), los lanzaban tras de sí sin importar donde caían. Cuando ellos entraban en algún caso aplicaban sus propias leyes, y juzgaban por sí mismos. Cuandia la completa anarquía.

Simon mandó a su compañero a paseo, pues pensó que sería mejor que no viera lo que ocurriría entre él y entre Val, el inspector jefe del FBI en ese distrito, un pez gordo como lo sería Himmler o Goering en la Alemania nazi.

Roger salió fuera la habitación y cerró la puerta por fuera, hasta ahora nadie excepto los enfermeros de esa planta y las personas que dirigían el hospital Saint Martín, conocían los hechos que acaecieron en la habitación 57, donde Mónica Brooke (apellido original) yacía sobre la cama con un brazo mutilado y colgando por un fino hilo de músculos, pezones arrancados a mordiscos, arañazos por todo el cuerpo y múltiples cortes por todo el cuerpo, incluyendo el gran corte en vertical que descendía desde el inicio de su cuello hasta su pecho. Aún así enfermeros y enfermeras de todo el hospital corrían por los pasillos y las salas. El caos se apoderó de los blancos pasillos del hospital.

Tanto pacientes como familiares de estos, enfermeros e incluso también niños llevaban entre sus brazos grandes paquetes en forma de caja de cartón. Algunos ya habían empezado a abrirlas, otros se preguntaban el por qué a todos les trageron esos paquetes y quién demonios lo hizo, otros gritaron horrorizados cuando vieron el interior de sus cajas.

Roger ya pudo ver a la primera persona con ella, era una niña no mayor de seis años, llevaba la careta puesta.

Era una careta de cerdo.

En pocos minutos todos habían abierto sus cajas, idénticas todas, y, extrañados cuanto menos, agarraron las máscaras y no dudaron en ponérselas. Las mujeres gritaban, los hombres lloraban, y ni si quiera había motivo alguno. <<Tan solo son máscaras - pensó Roger - unas feas y estúpidas máscaras>>.

Una enfermera, morena, con los ojos bien abiertos e impactada por lo sucedido, temblando y respirando con alta dificultad se acercó a Roger. <<Tan sólo son unas máscaras>> - pensó de nuevo el subinspector jefe. 

- Roger Corey, ten - le dijo ella mientras le entregaba también su paquete al igual que a todos las personas de dentro del hospital, (aún no se sabía de ningún caso fuera del edificio).

Su caja era diferente a las demás: tenía las mismas proporciones que las cajas normales pero esta indicaba el nombre de su destino con unas letras refinadas y bañadas en purpurina color oro. La inscripción decía: Roger Corey Thomas, subinspector jefe de policía del distrito cuatro de Chicago.

Era su nombre.

Era su trabajo.

Quién había enviado ese paquete le conocía bien.

No tardó en agarrar su navaja de bolsillo y en cortar la cinta aislante que cerraba la caja. La abrió.

Lo primero que vio fue, sin dudarlo, esa careta de cerdo que todo el mundo en aquel hospital llevaba puesta y por un, momento, dudó en unirse a los demás. 

Rebuscando encontró una cinta VHS y unas duras imágenes de la habitación 57 del hospital tiempo antes de que la policía llegase: eran fotos del cadáver de Mónica. Detrás de las imágenes estaba escrito: H. 57.

Tras tiempo después inspeccionando el paquete, Roger comenzó a subir a la habitación 57 donde su equipo y el cadáver de Mónica de encontraban. Tras cruzar el pasillo que daba a su destino, Corey descubrió que H. 57 significaba habitación 57: toda la gente del hospital, enfermeros y pacientes, todos portando la careta de cerdo sobre sus cabezas, se apelotonaron frente a la puerta de la habitación 57 dando golpes en ella y pegando voces cada vez más graves. Todo el caos que antes se propagaba por el hospital ahora estaba concentrado en un solo lugar: en la puerta de la habitación donde Mónica había sido asesinada.



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En el texto hay: crimen, novelanegra, suspenso

Editado: 30.06.2020

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