El guardaespaldas era mi prometido

Capitulo 3

Las escaleras crujían bajo sus pies, resonando en la mansión Blackwood como ecos de un pasado que Emma quería olvidar.

El aire estaba impregnado de un perfume familiar.
Uno que conocía demasiado bien.
Uno que jamás creyó volver a oler.

Lucas.

Su corazón empezó a latir como un tambor en un funeral.
Sin pensarlo, sus pasos se aceleraron, persiguiendo ese aroma que la atravesaba como una puñalada en el pecho.

El olor la condujo hasta la puerta entreabierta de una habitación.
No cualquier habitación.
La de Liam.

Emma se detuvo.
Tomó aire, apretó los puños, y cruzó el umbral como quien atraviesa un portal prohibido.

Liam estaba sentado en el borde de la cama.
La cabeza gacha. Los codos apoyados en las rodillas.
En cuanto la vio, se irguió de golpe, como un ladrón sorprendido en pleno delito.
Rápidamente, metió algo en su bolsillo.

—¿Qué hacías? —preguntó Emma, sin moverse del marco de la puerta.

Liam no la miró.
En lugar de eso, mantuvo la vista clavada en el suelo.
El silencio era tan espeso que el aire dolía al respirar.

—¿Qué hace aquí, señora Blackwood? —preguntó él, su voz fría y calculada.

Emma frunció el ceño.
Había notado ese gesto, ese movimiento rápido.

Dio un paso hacia él.
Liam seguía sin levantar la mirada, sus hombros rígidos, sus manos apretadas contra los muslos.

—No me respondas con otra pregunta —dijo Emma, avanzando un poco más—. Acaso… tú…

Antes de que pudiera terminar, Liam sacó un pañuelo del bolsillo y se frotó la nariz.
Con fuerza. Con demasiada fuerza.
Como quien quiere borrar un rastro.

—Estoy resfriado —dijo, secándose los ojos.

—¿Estabas llorando? —preguntó Emma, entrecerrando los ojos.

Liam negó con la cabeza, pero sus labios temblaron un milímetro. Apenas perceptible.

Emma tragó saliva.
Todo en esa habitación olía a él.
A su pasado. A los recuerdos que se había prometido enterrar.

—Qué extraño… —murmuró, acercándose aún más. Ahora estaba a un paso de él—. Usas el mismo perfume que alguien que amé…

Liam no reaccionó.
No parpadeó. No respiró.
Sus ojos seguían fijos en el suelo, como si temiera que un solo movimiento pudiera delatarlo.

Emma sintió el mundo desmoronarse bajo sus pies.
No podía ser él. No debía ser él. Pero… ¿y si lo era?

Inclinó la cabeza y lo miró de frente.
Tan cerca que podía ver el pulso latiendo en la mandíbula tensa de Liam.
Tan cerca que podía escuchar su respiración entrecortada.

—¿Todavía le tienes miedo a los rayos… o ya lo superaste? —soltó ella, deslizándose una mano por las sábanas de la cama.

La pregunta cayó en la habitación como un disparo a quemarropa.
Liam se quedó inmóvil.
Sus dedos se apretaron contra la tela del pantalón.
Pero no dijo nada.

Finalmente, alzó la mirada.
Y sus ojos, fríos y oscuros, la atravesaron con una mezcla de pena y distancia.

—No deberías estar aquí. —Su voz fue un murmullo firme, como un cristal a punto de romperse—. No es apropiado.

Emma sintió una oleada de rabia y frustración.
Retrocedió un paso. Luego otro.
Y salió de la habitación sin mirar atrás.

Bajó las escaleras como quien escapa de un incendio. Cuando llegó a la sala, se detuvo frente al espejo.
Su reflejo le devolvió la mirada con ojos cargados de dudas.
Los labios temblorosos. La respiración entrecortada.

—Si no es él… —susurró, llevándose una mano al pecho—. ¿Por qué todo en él me grita que sí?

---

La sala estaba sumida en un silencio incómodo, como si la mansión Blackwood contuviera el aliento.

Emma permanecía sentada en el sofá, la mirada fija en la nada, intentando descifrar ese nudo en su pecho que no la dejaba respirar.
Algo andaba mal.
Algo que no podía nombrar, pero que la quemaba por dentro.

El eco de unos pasos rompió la quietud.
Unos pasos firmes, decididos.
Y con ellos, la figura imponente de Adam Blackwood emergió del pasillo.

Se detuvo frente a ella, ajustando con lentitud el cuello de su costoso traje.
Sus ojos oscuros la examinaban con una intensidad fría, casi clínica.

—¿Qué pasa contigo? —preguntó, con desdén en la voz.

Emma levantó la mirada, pero no dijo nada.
Adam entrecerró los ojos. Se inclinó apenas, sus manos en los bolsillos.

—Te vi salir de la habitación de Liam. —Su tono era cortante, afilado—. ¿En qué piensas, mujer?

Emma sostuvo su mirada, tratando de mantener la calma, de no dejarse quebrar.
Pero por dentro, cada palabra de Adam le clavaba agujas invisibles.

—No tengo nada que explicarte —respondió, con voz baja, controlada.

Se puso de pie. Iba a marcharse, pero Adam se movió rápido.
Con un gesto seco, le agarró el brazo, obligándola a girarse hacia él.

El agarre era firme. Un poco más de fuerza y le dejaría marcas.
Emma levantó el mentón, desafiándolo con la mirada.

—No me dejes hablando solo, Emma —siseó Adam, los labios apenas separados—. ¿Te resulta atractivo el hombre que contraté para protegerte?

—Estás mal, Adam —respondió ella, fría, sin pestañear.

Quiso liberarse, pero Adam no la soltó.
En cambio, la acercó un poco más, inclinándose hasta que sus rostros quedaron a un susurro de distancia.
Su aliento olía a whisky caro y a control desmedido.

—No quiero que me engañes… como mi madre engañó a mi padre. No lo toleraría.

La voz de Adam sonó hueca, como si cada palabra estuviera cargada de un rencor antiguo, mal enterrado.
Emma lo miró fijamente. Sus ojos eran un pozo oscuro en el que no había amor. Ni compasión. Ni deseo.

—Entonces no te cases con una mujer que no te ama —dijo Emma, seca, cortante.

Adam apretó la mandíbula. Sus dedos se clavaron un poco más en el brazo de Emma, hasta que ella lo miró, desafiándolo.
Finalmente, él la soltó.




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