Fue al segundo amanecer que aquel ser alado volvió a despertar. Aine se mostró animada al momento de saludarlo y presentarse, como si aquella cosa a la que había estado cuidando no resultara inquietante con sus garras y sus alas.
Para este ser, verla tan alegre le resultó más intimidante que los lobos que había atacado.
¿Por qué esa humana sonreía?
¿Por qué estaba tan cerca?
¿Por qué no le temía?
¿Qué quería?
Se arrastró hasta el fondo de la cueva —a la que ella lo había metido con esfuerzo—, resguardándose con sus propias alas para ocultarse de su vista. En el proceso las punzadas de dolor de la herida lo hicieron vociferar por el dolor, y allí se dio cuenta de que esa extraña lo había atendido.
La muchacha lo observó en todo momento, con la extrañeza en los ojos y las risas contenidas tras una leve sonrisa en los labios, levantándose y caminando hasta él con cautela. Ya lo suficientemente cerca, tomó una de sus enormes alas despacio, y la movió para poder verlo a la cara. La criatura frunció el ceño, ofendido por su intrusión.
—¡Retrocede, mortal! —protestó, enseñando los colmillos en un fútil intento de apartarla, pero solo consiguió sorprenderla; jamás se le había ocurrido que él podría hablar—. ¿Por qué no estás asustada de mí?
Al verlo tan consternado, Aine suavizó la mirada y contestó con voz suave:
—Porque tú me salvaste la vida, y quiero regresarte el favor.
Aquel comentario lo hizo enmudecer abruptamente, frustrado con el atrevimiento de esa menuda humana, y por no poder negar esa verdad.
Movió el ala con fuerza para volver a cubrirse, y se quedó allí durante horas, creyendo que la chica pronto se cansaría y se marcharía. Sin embargo, la jovencita persistió en atenderlo durante días, e incluso comenzó a atreverse a mandonearlo para que se dejara cuidar.
Él no comprendía el motivo por el cual no se amilanaba por las garras que podían desgarrarle la piel o los colmillos que fácilmente le arrancarían un tajo a la primera oportunidad... Ni por qué a pesar de tener toda la fuerza del mundo no era capaz de repelerla.
Ya habiendo pasado casi un ciclo lunar, la criatura se impacientó.
—¿Acaso no tienes algo que hacer en casa? —preguntó al borde de la exasperación, tras verla regresar con un par de conejos para preparar.
La joven —que en principio se mostraba motivada— recibió aquella pregunta como un balde de agua fría. Lo contempló largo rato con los ojos acuosos, y después murmuró un frágil —y doloroso—:
«No tengo a dónde volver»
Su alado paciente se quedó en silencio, perdiendo completamente el ánimo para resistirse a ser atendido. Cuando llegó la hora en que esa mortal se acostaba a dormir, en vez de cobijarse en su lecho improvisado, ella simplemente se tomó el atrevimiento de hacerse un ovillo contra su pecho.
No era la primera ocasión en que esa temeraria mujercita invadía su espacio personal, pero sí fue la primera en que la abrazó, y no conforme con ello, la resguardó del frío con sus alas, proporcionándole alivio y haciendo que dejara de titiritar. No supo determinar qué era lo había motivado a hacerlo; si fue su aspecto frágil y su cuerpo menudo, o la culpa que sentía por haber sido tan tosco.
—Oye... ¿Tienes un nombre? —preguntó, cerrando los ojos por el sosiego que le provocaba el hallarse protegida.
La criatura dudó un instante si responder o no, y después, habló:
—Duncan —confesó—. Ese es mi nombre.
—Gracias... —musitó la chica con melancolía.
—Qué tontería... —Quiso mantener la fachada indiferente que había llevado hasta ahora, pero por dentro completó para sí mismo lo que deseaba decir:
«Yo soy el que debería estar agradeciéndote a ti, Aine.»
* * *
Al pasar de los días la criatura recobró fuerza suficiente para volver a moverse con cierta libertad. Esa mañana Aine regresó de buscar provisiones, y lo encontró de pie, deambulando por la caverna completamente erguido con una postura solemne y las alas retraídas, que estaban simulando el movimiento de una capa. Parecía estar listo para irse a alguna parte, y en el fondo creer que la convivencia con él estaba llegando a su fin la afligió.
—¿Vas a irte? —inquirió, con la melancolía en la voz.
—No iba a quedarme aquí para siempre, Aine —afirmó con amabilidad, y no conforme con ello, pronunciando su nombre por primera vez—. Tengo un deber que cumplir, y no puedo ausentarme por más tiempo.
—Un... ¿Deber? —preguntó Aine, acercándose. En todo ese tiempo había creído que él tal vez era un errante, o una criatura salvaje. Saber que hablaba ya había sido una sorpresa el primer día que despertó, pero que además de poder hablar tuviera algo importante que realizar la había dejado intrigada—. ¿Qué se supone que eres?
—Soy quien protege el portal al reino Fae. Puedes considerarme un guardián. —afirmó, no tan orgulloso como ella habría esperado para lo que conllevaba el rol que decía desempeñar.
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Editado: 18.08.2025