El guardián

Parte 3. ¿Quién guía a quién?

En el trayecto las hadas, los duendes y cuanta criatura mágica que se encontraban les abrían el paso; de hecho, huían despavoridas ante la presencia de él, que iba a la cabeza del grupo. Duncan la ayudaba a sortear los obstáculos más difíciles, y sólo usaba sus alas para saltar grandes desniveles o subir cuestas empinadas con una destreza impresionante, llevando consigo a Aine con todo el cuidado que podía tener para no arañarla.

Conforme se acercaban al portal en el centro del bosque, el mundo parecía distorsionarse; los árboles se retorcían de formas singulares, con sus hojas reluciendo por la magia que circulaba a través de ellos. Los animales también sufrían los efectos de la magia, con apariencias inusuales y extravagantes que Aine jamás habría imaginado que pudiesen tener.

Él volteaba cada poco para comprobar su estado, y algo le resultó extraño:

«Soy yo... ¿O su piel tiene más color?» Se preguntó, intrigado.

«¿Sus ojos... siempre habían sido de un azul tan intenso?»

Al temer que adentrarse al bosque estaba alterándola paró en seco.

—¿Estás bien, Aine? —preguntó, comprobando su estado de pies a cabeza. Jamás había visto a humanos por aquellas tierras, así que desconocía qué tanto podía sufrir los efectos de la magia.

—¿Por qué no lo estaría? —dudó la chica, inclinando levemente la cabeza. La criatura aguzó la vista al entrever sus orejas entre los cabellos rubios sobresaliendo.

«¿Ella es humana... Cierto? ¿O tal vez...?» surgió un atisbo de duda en su pecho.

Continuemos. —Insistió en reanudar la marcha.

Mientras cruzaban un riachuelo andando por un camino de piedras, Aine preguntó:

—Duncan, ¿Tú eres un hada también? —preguntó, y aunque no quiso demostrarlo, por dentro él se impacientó. Aine siempre tenía preguntas incómodas para hacerle, tantísimas que parecían interminables. Era una mujer, pero guardaba consigo la curiosidad de una niña, y eso (aunque encantador) resultaba problemático para él, ya que sus preguntas lo dejaban expuesto.

Aine lo hacía sentir indefenso.

Lo fui. Ahora solo soy una sombra —respondió, cabizbajo. Aine no comprendió del todo el por qué de aquella reacción—. Cometí un error hace muchos años... Y me castigaron por ello.

—Y... ¿Por qué eres un guardián, si cometiste un error?

La criatura se giró para darle la mano y ayudarla a cruzar la siguiente piedra, sumido en una breve introspección a la vez que organizaba las ideas.

—No lo soy porque lo haya elegido, si es lo que piensas —explicó, contemplando su menuda mano entre sus garras, y luego desviando la mirada—. Estoy obligado a proteger la entrada hasta que mi error se enmiende... Y aunque se arregle, no volveré a lo que era. Este castigo es irreversible.

—Lo lamento, Duncan... —Se disculpó por su intromisión.

—No hay motivo para eso. —La tranquilizó—. Supongo que los dos somos iguales.

La chica sonrió, y eso provocó una sensación desconocida para él.

Debe ser por eso que me caes tan bien. —alegó con voz cantarina, y él enmudeció, contemplando sus rasgos.

Pronto llegaron a un valle amplio en el centro del bosque, y allí en el centro, se encontraba el portal a Fae, similar a una gran laguna resplandeciente en aguamarina y celeste, con el firmamento nocturno reflejándose en el espejo cristalino. Un sendero de rocas de río dirigía a todo aquel que quería entrar hasta el centro del portal.

Las luciérnagas alumbraban su andar, emergiendo de la hierba con cada pisada que daban, y la brisa mecía las faldas rasgadas de Aine y las copas de los árboles. Todo parecía mágico, y ella no era la excepción: se veía completamente distinta a como lucía antes de acercarse al portal; aunque aún menuda y delgada, parecía revitalizada por completo, y el aura feérica que ahora emanaba de ella revelaba su verdadera naturaleza:

Aine era un hada.

Entonces las dudas azotaron con más fuerza en el pecho de Duncan.

¿Qué hacía un hada como ella en el mundo de los hombres?

¿Acaso había sido intercambiada al nacer?

¿Por qué?

«Esos ojos los reconozco tan bien... Tal vez...» reflexionó para sí mismo, con un semblante introspectivo que la dejó perpleja.

—Aine, ¿Cómo te sientes? —inquirió sin retirarle la vista de encima.

—Yo... No lo sé —contestó, inquieta—. Con más energía, tal vez.

Mírate en la orilla del agua. —Pidió él, y ella acató la instrucción con diligencia, sobresaltándose al ver sus orejas picudas sobresaliendo de su cabello y su aspecto espléndido, y mágico.

—¡Santo Dios! —exclamó, apartándose de la orilla por un segundo, y luego, volviendo a asomarse, incrédula—. ¿Esa soy yo?

La misma. —aseguró la criatura con voz suave, casi como un susurro.




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