El guardián de sus noches

1

Nuño sostuvo el anillo entre sus dedos. Lo hizo girar lentamente. Estaba frío, antinaturalmente frío. Sabía lo que iba a pasar, aun así, se lo puso.

El metal le mordió la carne al instante. Fue como si le ardiera, como si mil agujas se clavaran en cada nervio de su mano y subieran arrastrándose por su brazo. El dolor no era natural. Era algo que le arañaba el alma, como si el anillo quisiera arrancársela para abrirle paso al sol.

Gritó de rabia, de contención. Sus venas se oscurecieron bajo la piel translúcida, marcándose como ramas quemadas, antes de volver a la normalidad.

Le temblaba el cuerpo entero. Se arqueó, sobrevenido por espasmos. Tragó aire, y lo sintió arder. Y sin embargo, no lo soltó.

Los dos vampiros que estaban con él intercambiaron miradas.

—Nuño... —dijo uno, con apenas voz.

—Puedo —masculló él, entre el dolor.

Finalmente, los espasmos se calmaron. No era una sensación agradable. Toda su naturaleza le gritaba que debía recluirse en la oscuridad. Que se acercaba el amanecer. Que el día no era para los suyos. Sin embargo, ignoró esas sensaciones y le hizo un gesto a los vampiros que estaban con él.

—Abrid la ventana —dijo al fin.

Los vampiros tomaron posiciones enfrentadas, a ambos lados de la ventana, para evitar que les diera a ellos el sol. Abrieron la ventana y retrocedieron instintivamente.

Nuño sintió cada rayo como si fuera una herida nueva, pero su piel no ardió. Las sensaciones desagradables solo estaban en su cabeza. Se miró las manos. Hacía siglos que no veía sus manos bajo la luz del sol. Los rayos anaranjados del amanecer le daban un aspecto etéreo, casi sobrenatural, a su piel del color del mármol más blanco, en su cabello castaño, intencionalmente desordenado, los rayos le daban unos hermosos reflejos dorados y sus ojos verdes adquirieron detalles amarillos, casi felinos.

Hasta sus compañeros se quedaron mirándolo embelesados.

—Cerradla ya. Funciona —dijo, sacándolos del trance.

Los vampiros se apresuraron a obedecer, y cuando el sol dejó de tocarle la piel, pareció relajarse.

—¿Entonces llamamos al rey? ¿Le decimos que accedemos al pacto? —preguntó uno de ellos.

Nuño asintió con la cabeza. Se quitó el anillo y se lo guardó en el bolsillo. El sueño diurno tiró de él al instante.

—Al atardecer. Necesitamos descansar ahora —matizó, antes de desaparecer por uno de los corredores del castillo.

El castillo de los reyes de Yayyán era una fortaleza, rodeado por las sierras de la región. Las luces del atardecer, entre el naranja y el violeta se reflejaban en sus paredes, mezcla de piedras grises y cal morisca.

Torres cuadradas con remates de teja árabe se alzaban en los cuatro puntos cardinales, murallas robustas con inscripciones gastadas en los dinteles daban la bienvenida a quien se acercara.

Un aljibe en el patio interior reflejaba los últimos rayos como un espejo oscuro. Encima, los arcos de herradura aún sostenían el eco de rezos ya olvidados, conjuros de otros tiempos.

Palmas y cipreses compartían la tierra junto a viejos olivos, testigos mudos de siglos de conquistas, treguas y traiciones.

Las cigarras cantaban como si el mundo no fuera a cambiar jamás, y desde lo alto del torreón, la vista era un mar de colinas doradas, cortadas por senderos antiguos que llevaban a ninguna parte, o a todas.

Yayyán era la frontera entre dos mundos. Siempre en disputa. Siempre en guerra. Los viejos decían que se entraba llorando y se salía llorando.

Ciertamente, Nuño tenía ganas de llorar, pero su misión atendía a un bien mayor. La inquisición los perseguía por el norte, los Al-Qāʿidūn por el sur.

No fueron recibidos como una corte normal. No hubo paseo por los jardines ni comitiva real. No es que esperaran otra cosa, pero a todos les hubiera gustado un cambio.

El rey los recibió en una sala pequeña, lejos de su salón de audiencias, iluminada apenas por antorchas y velas de sebo que apestaban toda la estancia.

—Entrad rápido —dijo, haciendo un gesto a un sirviente, para que cerrara tras ellos—. ¿Significa esto que aceptáis la oferta?

—Sí, su majestad —dijo Fátima, que no había hablado hasta ese momento—. Yo os entregaré a uno de mis guerreros más fuertes y viejos, para que proteja a vuestra hija y a cambio vos deberéis concedernos protección frente a nuestros enemigos.

La vampira hizo un gesto a Nuño, que dio un paso adelante e hizo una reverencia ante el rey.

—Majestad —dijo, con un tono formal.

—¿Seguro que podrá protegerla de día? —insistió el rey, que sudaba profusamente de los nervios.

—Sí, le hemos proporcionado un artefacto muy poderoso, que nos ha llevado diez lunas confeccionar. Nadie volverá a atacar a la princesa, ¿cómo se encuentra ella ahora mismo?

—Bien, bien. Solo está asustada —dijo el rey, pasándose un pañuelo de seda por la frente—. Entonces podemos firmar.

Fátima asintió. El rey señaló el contrato, sobre un escritorio austero. La vampira lo leyó antes de firmar. Parecía correcto:

Ninguna fuerza religiosa perseguiría a los vampiros en Yayyán mientras su linaje gobernara. A cambio ellos prometían no causar una masacre, no atraer plagas, no levantar sospechas y, por sobre todas las cosas, proteger a la princesa hasta el día que esta fuera desposada y dejara de pertenecer oficialmente a su familia.

Fátima firmó y tendió la pluma al rey. Le temblaban las manos. Murmuró una oración para sí. Pero finalmente, estampó su firma.

—¿Me castigará Dios por poner a mi hija en manos de unos demonios?

—Dios no tiene nada que ver en esto, Majestad —dijo Fátima, con calma—. Su hija no correrá ningún peligro bajo la protección de Nuño de Villalba. Es más viejo que su propio reino.

El rey sintió un escalofrío. No respondió a la provocación. Se dio la vuelta para dirigirles la palabra, pero ya no estaban allí, solo estaban él y Nuño, cuyos ojos resplandecían ligeramente en la oscuridad.




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