El guardián de sus noches

2

Con la llegada del sol el castillo cobró vida. Nuño no estaba acostumbrado a tanto ruido, tantas voces distintas y tantos olores. Le traía recuerdos, lejanos y agridulces, de antes de ser lo que era.

No tuvo mucho tiempo para recrearse en sus pensamientos, porque con la vida del castillo llegaron las doncellas a atender a la princesa, y con ellas un mensajero del rey, que lo convocó en la sala de audiencias.

Nuño lo siguió en silencio. Evitó el sol abierto cuando le fue posible, y cuando no, simplemente se tragó su dolor.

El rey lo esperaba allí, acompañado de dos consejeros y tres guardias. La sala de audiencias no tenía nada que ver con el despacho donde los habían reunido la noche anterior. Estaba exquisitamente decorado con tapices bordados y filigranas de pan de oro. Los muebles tenían intrincados tallados. Había un sutil perfume a incienso.

El rey tenía incluso peor aspecto que en la noche. Estaba pálido y tenía las ojeras pronunciadas. El vampiro escuchaba sus latidos desbocados. Intuía que debía haber dormido más bien poco esa noche.

—Majestad —dijo Nuño, haciendo una reverencia.

—Os voy a presentar a la princesa. No debéis de revelar vuestra naturaleza, ni ante ella ni ante nadie que no esté ahora mismo en esta sala —ordenó, mirando a sus dos consejeros, que asentían—. ¿Queda claro?

—Por supuesto, Su majestad.

Se hizo un silencio, incómodo y tenso, en el que Nuño se mantuvo firme, mirando al frente. Estaba en clara inferioridad numérica, pero era el único que no parecía nervioso.

Minutos después entraron por la puerta principal la reina, la princesa y dos doncellas, y detrás de ellas, el chambelán del rey y una pequeña corte de nobles. Madre e hija eran similares, pero donde Leonora tenía siempre una expresión entre cálida y risueña, la reina parecía tener una mueca de disgusto.

Todos en la sala, menos el rey, les hicieron una reverencia. Leonora se quedó mirándolo. Lo reconocía de esta mañana. Ocultó una sonrisa leve tras un decorado abanico y siguió a su madre. Llevaba un vestido azul oscuro, con un escote casi desafiante, y el cabello recogido en una larga trenza decorada con florecillas pequeñas y blancas.

—¿Este es el hombre? —preguntó a una de las doncellas.

—Sí, alteza —murmuró la muchacha.

El rey le hizo un gesto para que se pusiera a su lado, y a su vez el chambelán hizo dar un paso al frente a Nuño.

—Arrodíllate —le dijo, aunque no hiciera falta, porque él ya lo estaba haciendo.

—Nombre —dijo ella.

—Nuño de Villalba, su alteza —respondió, sin levantar la cabeza.

Un segundo de silencio. Leonora dio un paso al frente, y el rey con ella.

—Levanta la vista, Nuño —dijo el rey.

Lo hizo.Y sus ojos se encontraron. Él pensó que eran los ojos más cálidos que nunca le habían devuelto la mirada, ella pensó que eran los ojos más bonitos de todo el castillo.

—Desde hoy, Nuño de Villalba, y ante esta corte, tu misión será velar por el bienestar de la princesa, aunque eso suponga peligro para tu vida, ¿lo aceptas? —comenzó el rey.

—Sí, Majestad.

—¿Sangrarías por ella?

—Si fuera necesario.

—¿Mentirías para protegerla?

—Si fuera necesario.

—¿Podrías llegar a ser tú un peligro para ella?

La pregunta, rara, fuera de protocolo, dejó una mueca de extrañeza en toda la sala, incluida a la princesa, que miró de reojo a su padre, pero Nuño no se inmutó.

—Jamás, Majestad.

—Entonces levántate, Nuño. Desde hoy, el filo de tu espada es para proteger a la princesa de Yayyán.

Y Nuño obedeció, no sin antes, hacerle una última reverencia a la princesa.

Cuando la ceremonia terminó, la sala se fue vaciando. Algunos nobles se acercaron a hablar con el rey, otros cuchicheaban entre sí mientras salían, pero todos miraban a Nuño de reojo, como si supieran que había algo extraño en él.

Leonora se escabulló de su madre con la excusa de necesitar aire. Salió por una puerta lateral del salón, cruzó una galería de ventanales altos y se detuvo bajo la sombra de una encina.

No se volvió cuando oyó pasos tras ella.

—No te he oído seguirme, solo he visto tu sombra —dijo, sin mirar—. ¿Siempre eres tan silencioso?

—A veces —susurró él.

Ella se giró hacia él, lo miró de arriba a abajo. Se fijó en su ropa, en sus cabellos, en la tensión en sus facciones.

—No pareces un soldado.

—No lo soy.

—Pero te han mandado protegerme.

—Sí.

—Mentiste por mí esta mañana.

—No creí que vuestra mascota fuera un problema de seguridad.

Ella levantó una ceja. Nuño la miró en silencio. El sol le caía directo en el rostro, pero no se movió. Leonora acabó por sonreír, y por un segundo pareció una niña con un secreto. Luego se puso seria.

—¿Mi padre tiene miedo de que vuelvan a atacar?

—Sí, es normal.

—¿Pero sabe algo concreto o es solo miedo?

—No lo sé.

Ella lo miró un instante, larga y fija. Luego bajó la vista a sus propias manos.

—Eres raro. Muy raro. Y pareces tenso.

—No debería estar hablándoos, para empezar.

Ella volvió a sonreír. Una de las doncellas que iba con ella apareció por el corredor.

—Alteza, debéis volver. Vuestra madre os llama.

Leonora se giró hacia ella, volvió a esconder la sonrisa tras su abanico, y caminó hacia el interior del castillo sin decir nada más.

Nuño se quedó solo bajo el sol, y por un momento, sólo por un momento, deseó no ser lo que era. Luego, se encaminó detrás de ellas.

Cuando llegó, escuchó revuelo. No era la madre de Leonora. Era un hombre, de tez olivácea y ojos oscuros. Llevaba una barba milimétricamente recortada y era, bajo todos los estándares comunes, alto y atractivo.

—¿Pero este espectáculo qué es? —dijo la princesa al llegar.

—Alteza —dijo el hombre, haciendo una reverencia—. Necesito hablar con vuestro padre.

—Ya os he dicho, Don Rodrigo —interrumpió la reina—, que el rey no puede atenderos ahora, y que aunque pudiera atenderos, no cambiaría de opinión respecto a la situación.




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