El guardián de sus noches

3

La desconfianza hacia Nuño, no hizo sino crecer en los días siguientes. En parte por su naturaleza esquiva y extraña y en parte porque Don Rodrigo se había encargado de que así fuera. La actitud del rey, que incluso había mandado azotar a dos criados que estaban cotilleando sobre él, no ayudaba a calmar los rumores dentro y fuera de palacio.

Leonora seguía unos horarios muy estrictos, e iba en todo momento acompañada. No habían vuelto a tener una conversación. Él la saludaba con una reverencia y ella le mostraba una sonrisa cálida, pero nunca pasaba de ahí.

Fue una noche de lluvia, de madrugada, que la situación cambió gracias a Duquesa. Nuño oyó un maullido lastimoso venir desde una de las ventanas del castillo. El corredor estaba vacío, salvo por un par de guardias que pasaban cada dos horas más o menos. No tenía miedo, él solo se bastaba para proteger a la princesa si llegaban intrusos.

Al asomar la cabeza por la ventana vio a la gata de la princesa, empapada y, probablemente, incapaz de bajar por las tejas resbaladizas. Tuvo un presentimiento horrible. Miró alrededor, para comprobar que seguía estando solo, y escaló con facilidad al tejado.

La gata le bufó instintivamente, pero él no se acercó a ella. Miró por el borde que daba a los aposentos de la princesa, y entonces la vio, encaramada al tejadillo del balcón. En camisón, completamente mojada por la lluvia y haciendo un esfuerzo evidente. Al verlo se asustó, y una de sus manos resbaló de la cornisa.

No pensó con claridad. Hizo lo que desde su posición le pareció más sencillo. Estiró el brazo y la subió al tejado, con él y con la gata.

—Dios mío, Alteza —atinó a decir—. Os pondréis enferma. Podríais haberos caído.

—¡Me has dado un susto de muerte! ¿Cómo sabías que estaba aquí? —dijo ella, gateando hasta llegar a la gata y abrazándola.

—No lo sabía, oí a vuestra gata desde el corredor —respondió él—. Debo bajaros de aquí, dejad que llame a vuestras doncellas.

—¡No! ¡Se lo dirán a mi padre! ¡Me meteré en un lío! Por favor, ayúdame tú a bajar.

Nuño pareció dudar. No quería tener problemas pero, ¿realmente quería que los tuviera ella? ¿Sería un problema tan grande si nadie se enteraba? Suspiró y finalmente asintió.

—Muy bien, pero yo os bajo. Os tenéis que agarrar a mi con fuerza y, pase lo que pase, no asustaros ¿de acuerdo?

Leonora no entendió la última petición, pero asintió con la cabeza. Nuño fue excesivamente cuidadoso. La sujetó por la espalda y por debajo de las rodillas, sin esfuerzo visible. Llevaba a la princesa, y encima de la princesa a la gata acurrucada. Evitó mirarla, porque llevaba solo el camisón que se le pegaba a la piel. Se acercó al borde del tejado, por donde estaba el balcón de la princesa.

—¿Nuño qué vas a hacer? —preguntó la princesa, que notaba cómo le iba a mil el corazón.

No le dio tiempo a asustarse más. Nuño se dejó caer. A la princesa se le detuvo el corazón por un instante, pero el aterrizaje en el balcón fue suave, como si hubiera saltado desde un bordillo al suelo sin peso encima. Entró con ella a la habitación y la dejó en el suelo con delicadeza. La gata saltó de los brazos de la princesa y se escondió bajo la cama.

Nuño miró hacia abajo. No le parecía correcto ver el interior del dormitorio de una dama. Se dio la vuelta, dispuesto a irse por el balcón y dar toda la vuelta para bajar por donde había entrado, pero Leonora lo agarró del brazo.

—Vas a explicarme cómo has hecho eso, y además, mírame a mí, no al suelo.

Nuño se giró hacia ella, estaba visiblemente incómodo.

—Deberíais cambiaros antes de enfermar.

—¿Delante de ti?

Si Nuño hubiera podido sonrojarse, lo hubiera hecho, en su lugar se limitó a negar.

—No, claro que no. No pretendía decir eso. Solo...

Leonora lo interrumpió.

—Me estaba riendo de ti ¿puedes encender el fuego mientras me cambio tras el biombo? Tú también estás empapado.

Él asintió, no lo había notado, porque para él la temperatura era más una anécdota que una sensación agradable o desagradable. Se dirigió a la chimenea y la alimentó con madera y hojas secas.

—Os encenderé el fuego, pero no puedo quedarme en vuestros aposentos a disfrutar de la chimenea, Alteza. No sería apropiado.

—¿Pero no se supone que me has jurado obediencia? Te lo estoy pidiendo yo —dijo ella, tras el biombo.

Nuño no pudo contestar. Encendió la chimenea habilidosamente con pedernal y un eslabón que había al lado. Para cuando la chimenea ardía cálidamente, Leonora ya estaba fuera.

—No me has contestado, ¿cómo has hecho eso?

Nuño se giró hacia ella, que le tendía una toalla. Él la tomó, procurando no tocarla, y se secó el cabello y el rostro.

—Soy fuerte, alteza.

—Venga ya, eso ha sido fuerza, agilidad y magia, diría yo.

—Vuestro padre me puso a vuestro servicio porque pensó que sería útil —dijo él, esquivando el tema.

—Llevo días queriendo hablar contigo —respondió ella.

—No deberíais, princesa.

—La gente dice que no comes ni duermes, y sé que eso no es posible, pero te he visto vigilándome de día y de noche, y nunca te he visto comer —continuó ella, haciendo caso omiso.

—No se puede vivir sin alimento, Alteza. Sí hay momentos donde debo ausentarme, pero aprovecho cuando hay guardias cerca o es menos probable que os vayan a atacar.

—¿Y dormir? ¿Y el baño?

Nuño soltó una leve risa, casi involuntaria.

—Duermo menos últimamente, eso es verdad.

—Decidme la verdad.

—No puedo, prometí a vuestro padre que no lo haría —dijo él.

—¿Por qué?

—No lo sé, por no asustaros, supongo.

Ella levantó ambas cejas. Cada palabra de Nuño era una llamada a la curiosidad.

—¿Por qué ibais a asustarme? ¿Sois un mago?

—No, ojalá, pero nada tan noble —dijo, esquivando una vez más la pregunta—. Debería irme ya, de verdad.

Leonora suspiró.

—Vale, pero sal por la puerta, no hagas el tonto mojándote más.




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