Nuño se llevó un dedo a los labios. No parecía del todo preocupado. Le hizo un gesto a Leonora para que abriera el balcón y se asomara.
Se oyeron dos nuevos toques a la puerta.
—¿Leonora? Voy a entrar.
Leonora corrió al balcón y miró en ambas direcciones. No había nadie. Le hizo un gesto a Nuño con la cabeza mientras corría de vuelta a la puerta de la habitación.
Nuño fue rápido. Saltó del balcón al tejado sin ayudarse de la baranda siquiera. Leonora abrió la puerta.
—¿Por qué has tardado tanto en abrir? —preguntó el rey desde la puerta, recorriendo la habitación con los ojos, sin ver nada anómalo—. ¿Y dónde está tu vigilante?
—Estoy aquí, Majestad —dijo Nuño, desde la esquina del corredor.
No había en él una sola señal de cansancio. Nada que indicara que acababa de atravesar el corredor por el tejado y entrado por la ventana opuesta. El rey se sobresaltó, Leonora estaba incluso más sorprendida. Era imposible que le hubiera dado tiempo.
—No te vi cuando pasé —dijo el rey, pensativo.
—Mis disculpas, Majestad, estaba detrás de la esquina, le oí llegar y me puse a la vista —contestó Nuño, con naturalidad—. Si lo desea permaneceré aquí a partir de ahora.
El rey no le contestó. Entró en el cuarto de su hija y cerró la puerta. Dejándolo en el pasillo solo.
—¿Qué te parece el nuevo guardia personal, Leonora? —preguntó el rey, sin saludar si quiera—. ¿Ha hecho algo raro? ¿Te ha asustado en algún momento?
Leonora pareció dudar de sorpresa.
—No, para nada. No me dirige la palabra si no es para hacerme una reverencia —dijo, y ni siquiera mintió en esa parte— ¿Por qué iba a asustarme? ¿Has puesto a alguien peligroso a cuidarme?
El rey suspiró y negó con la cabeza.
—No, no es eso. A veces la gente que más miedo da es la que mejor puede protegernos. Solo quería asegurarme de que todo iba bien.
—¿Ha sido Rodrigo el que te ha dicho que me preguntaras?
—No, Rodrigo no sabe mis motivos, y no podría protegerte igual aunque quisiera. Si su familia no fuera una de las más acaudaladas del reino, lo habría mandado a la frontera de general —respondió el rey.
Leonora notó, en su tensión, que había tocado un tema sensible. Estaba claro que a su padre que Rodrigo le preguntara por Nuño no le había gustado nada. Todo el que preguntara por el guardia parecía ser un problema para su padre.
—¿Y las pesadillas? —preguntó el rey, cortando la tensión.
Leonora se encogió de hombros.
—Estoy mejor esta semana. Supongo que cuantos más días pasen mejor estaré —dijo ella, apartando la vista.
El rey asintió, serio.
—Nadie volverá a llevarte —dijo su padre, apartando la vista—. Te dejo descansar entonces.
Leonora lo acompañó en silencio y lo vio alejarse por el pasillo. Le dirigió una última mirada a Nuño, como preguntándole, pero este negó levemente con la cabeza y la princesa volvió a entrar a su dormitorio.
Por dos noches más, durmió con tranquilidad, pero a la que hizo tres, las pesadillas regresaron. Se veía a sí misma, corriendo de algo que no podía ver, por los pasillos desiertos del castillo, atravesando los jardines internos, donde un cielo rojo parecía que fuera a caérsele encima. Las flores estaban muertas, y las fuentes secas. Las paredes se agrietaban a su paso, y el cielo tronaba amenazante.
Se acercaba a las mazmorras, la parte donde en el sueño siempre era atrapada y se despertaba, pero esa vez había algo distinto. Ella corría igual, apenas sin ver, miraba hacia atrás, y de nuevo, no distinguía la cara de sus perseguidores, abría la puerta de las mazmorras, donde una escalera estrecha y en penumbra la esperaba, comenzaba a bajar, se tropezaba y... no cayó de bruces al suelo. Unas manos frías la sostuvieron y tiraron de ella. Miró hacia quien la había salvado y se encontró unos ojos oscuros: los de Nuño.
Y despertó tal como estaba soñando, con los ojos preocupados de Nuño, mirándola a escasos centímetros. Ella gritó y él se apartó, levantando las manos para no parecer amenazante.
—Alteza, gritabais en sueños, pensé que había entrado alguien —dijo él, con evidente sorpresa en la voz—. No pretendía asustaros ni entrar a la habitación de una dama con nocturnidad.
Ella respiró agitada y se incorporó.
—No, no te vayas, Nuño. Ha sido una pesadilla —dijo restregándose los ojos—. Me pasa mucho.
El vampiro asintió lentamente con la cabeza.
—Me quedaré hasta que os durmáis, en la esquina más alejada de la cama —dijo él.
Se dio la vuelta, y entonces fue cuando lo vio. Un juego de copas de porcelana, preciosamente decorado, flotaba solo en el aire, a la altura de sus ojos prácticamente.
—Alteza... —dijo con suavidad.
Cuando Leonora notó lo que estaba viendo la situación se salió de control. Las tazas cayeron al suelo, haciéndose mil pedazos, y las puertas de los muebles se cerraron y abrieron de golpe, reaccionando con violencia al estado de ánimo de la princesa.
Nuño volvió a girarse hacia ella. Leonora estaba blanca como la cal. Visiblemente asustada y, también, sorprendida de verlo tan sereno.
—Alteza, poseéis magia.
—No lo digas, Nuño, ¡por favor! —dijo ella, al borde de las lágrimas.
Nuño negó con la cabeza, sereno.
—No lo diré. Sé lo que le hacen a las mujeres que hacen magia —contestó, agachándose a recoger los trozos de vajilla—. No os acerquéis. No quiero que os cortéis. Yo lo recogeré.
—Yo no sé lo que nos hacen, porque mi padre no me lo ha querido contar, solo sé que nadie debía saberlo.
—Conmigo estáis a salvo. Vuestro padre os dio un consejo sabio.
Nuño ahora entendía por qué el rey había tomado la extraña decisión de confiar en los suyos para proteger a la princesa.
—Pensé que te asustarías. La gente se asusta con la magia.
Nuño la miró de reojo y mostró una sonrisa torcida, casi irónica.
—Porque yo sigo dando más miedo.
Se levantó, con los trozos de las tazas recogidos dentro de un pañuelo con sus iniciales.