Esa misma noche, antes del amanecer, Nuño salió del castillo cuando Leonora dormía. Necesitaba alimentarse, y no podía hacerlo dentro del castillo, como parte del trato. Aprovechaba, normalmente, cualquier caravana de mercaderes o feriantes que se acercara para pedir acceso al pueblo.
Podía alimentarse en el propio pueblo, pero le parecía más seguro hacerlo de gente que iba y venía. Llevaba al menos dos siglos sin alimentarse hasta acabar con la vida de su víctima, pero con la sed uno nunca podía fiarse del todo, y los viajeros despertaban menos sospechas.
El malabarista que tuvo la mala suerte de encontrárselo a solas no supo ni lo que había pasado. A la mañana siguiente achacaría su desmayo a haber bebido demasiado.
Cuando volvió, amaneciendo ya, miró su anillo, el que lo mantenía despierto pero le causaba gran dolor.
—Lo miras mucho, debe ser importante —dijo Leonora, arrancándole una exhalación de sorpresa.
—No es común que me pillen desprevenido —respondió él, bajando la mano—, ¿qué hacéis fuera de vuestros aposentos?
—Buscarte a ti. Cuando te vas de noche vuelves con mejor color de cara, independientemente de la hora.
—Sois observadora.
—¿Me dirás tu secreto algún día?
—Le prometí a vuestro padre que no lo haría —dijo él, con una sonrisa resignada.
—Soy buena guardando secretos —argumentó ella.
Nuño soltó una risa ligera.
—Entonces cambio mi respuesta: prefiero seguir conservando vuestra amistad.
Ella rodó los ojos y resopló.
—No creo que lo que me cuentes me haga no querer ser tu amiga.
Nuño apartó la vista. No podía decirle que estaba convencido de que no solo le retiraría el saludo sino que lo querría lo más lejos posible. Optó por cambiar el tema.
—He encontrado la manera de compensar el dejaros antes en el tejado sola —dijo él, esperando que funcionara.
Leonora levantó una ceja, había captado su atención.
—¿Habéis ido a la feria alguna vez? Hay una feria a las puertas del castillo. Si sigue mañana por la noche... —dijo, dejando la frase en el aire.
—Mi padre jamás me dejaría —dijo ella, con cierta tristeza—. Solo las conozco de leerlo en novelas y cuentos.
—No pensaba delataros —susurró él, arrancando una sonrisa traviesa de Leonora.
—¿En serio? ¿Y qué tengo que hacer?
—Esperadme después del anochecer en vuestros aposentos. Recogeos el cabello y poneros un vestido sencillo, que nadie sepa quien sois. Yo os traeré una capa más sencilla que las que soléis llevar.
—¿Como en Las mil y una noches? —preguntó Leonora, sonriente.
—Así mismo —respondió él, incapaz de no corresponder la sonrisa.
Ella amplió su sonrisa y se acercó un par de pasos, para sorpresa de Nuño. Se puso de puntillas y le plantó un beso en la mejilla. Era evidente que estaba muy contenta, pero a él había conseguido descolocarlo. Cuando volvió a entrar a sus aposentos, dejándolo solo, él no pudo evitar llevarse los dedos justo donde los labios de ella se habían posado. Se sentía culpable porque le había gustado.
El resto del día, ninguno supo realmente cómo de nervioso estaba el otro. Nuño sentía, además, la sensación culposa de estar siendo egoísta, y ella la adrenalina de estar haciendo algo prohibido.
Poco después del atardecer, Leonora estuvo lista. Llevaba un vestido sencillo en color beige con encaje en los bordes, un corpiño sencillo en color castaño y el pelo recogido con una sencilla cinta blanca.
Nuño tocó la puerta con suavidad, y ella no tardó en abrirla, con una sonrisa ya en los labios. Él abrió la boca para decirle que así, tan sencilla y natural, le parecía incluso más hermosa, pero tuvo la contención suficiente para no hacerlo.
—Os he traído una capa marrón. Casualmente a juego con vuestra ropa —dijo él, tendiéndosela—. Tendremos que salir por el balcón.
Ella soltó una risa y se colocó la capa.
—Me veo rara, pero no me disgusta —dijo, mirándose en el espejo—. ¿Nos vamos?
Él asintió con la cabeza y se acercó.
—¿Me permitís?
—Por supuesto.
Nuño abrió los postigos con un gesto seco y la tomó en brazos con una suavidad que no encajaba con su fuerza. El viento de la noche le alborotó el cabello. No había nadie abajo, era cambio de turno, y él lo sabía.
Subió sin dificultad a la baranda, y saltó al tejado.
—Cerrad los ojos —dijo, comenzando a correr hacia el norte, para coger impulso.
Leonora lo sujetó con fuerza, conteniendo un grito. Se sintió flotar, y luego caer. Cayeron, de pie, en lo alto de la muralla. Nuño se movió casi como una sombra hasta el borde y, simplemente se dejó caer.
Leonora sintió que el estómago se le subía a la garganta, pero el aterrizaje fue tan suave como el primero. Se le había caído la capucha hacia atrás, pero el propio Nuño se la colocó al dejarla en el suelo.
Nadie los había visto.
—Se me va a salir el corazón, Nuño, ¿cómo haces eso? —dijo ella, con una mano en el pecho.
—Os vais a cansar de oírme decir que no os lo puedo contar —murmuró él.
Ella rió, y tiró de él hacia donde se veían luces.
—Solo una cosa, Nuño, no me hables así de formal, la gente podría sospechar que no soy una simple campesina.
—Creo que es una excusa, Leonora, pero lo acepto —respondió él, dejándose llevar, contagiado por su entusiasmo.
La feria olía a especias. El polvo del camino se mezclaba con el humo de los asadores, donde se doraban corderos enteros.
A un lado, artesanos de cuero curtido ofrecían botas con remaches de hierro; al otro, un joyero mostraba brazaletes de filigrana sobre un paño púrpura.
Sonaban laúdes y flautas, pero también cencerros, martillos y gritos. Un niño gritaba “agua fría” por aquí. Un hombre mayor, con turbante y barba blanca, recitaba versos por allá. Una mujer de piel café vendía amuletos en una lengua que pocos sabían leer.
Los puestos se agrupaban sin orden: sedas traídas desde Denia junto a cáñamo basto de Burgos, libros en árabe junto a cruces de madera de roble. Las culturas se cruzaban y mezclaban como en pocos sitios del planeta.