El guardián de sus noches

10

Leonora mantuvo las distancias con Nuño desde esa noche, pero no le dijo nada a nadie. Ni siquiera le dijo a su padre que lo sabía.

En su lugar, trató de aparentar normalidad con el resto y se dedicó a pasar tiempo en la biblioteca del castillo. No dejaba que Nuño se acercara más de la cuenta ni que le cogiera libros que estaban altos. Él, ocultaba cuánto le dolía el trato que le dispensaba, pero su carácter era tan solitario y reservado que solo ella había notado que realmente parecía más serio y menos motivado.

Fue una tarde, cerca del atardecer, semanas después, cuando Leonora volvió a dirigirse a él. Estaban solos, camino a los aposentos de ella. La princesa iba unos pasos por delante, de repente se detuvo en una de las ventanas. La luz anaranjada del atardecer dibujó sus facciones dándoles un aire casi místico. Se giró hacia él, que se había detenido antes de que la luz lo tocara.

—¿Por qué no te quema el sol? ¿Por qué no duermes de día? —preguntó, de repente, y sin explicaciones ni formalismos.

Nuño pareció titubear. Miró a su alrededor antes de contestar y se quitó uno de los guantes, mostrando el anillo.

—Es una pieza mágica muy rara. Me protege del sol y del letargo vampírico, pero tiene un coste —dijo él, sin moverse demasiado, por si quería verlo más de cerca.

—¿Y cuál es ese coste?

—Dolor —respondió Nuño, inmediatamente, volviéndose a colocar el guante—. Cada vez que el sol me toca el dolor es horrible. Me quema por dentro. Además...

Se mordió la lengua, no quería continuar.

—Además... —dijo Leonora, para que arrancara a hablar.

—Además, tengo más sed, cuando el sol está alto —respondió, con cierta vergüenza—, pero no soy peligroso para vos. Ni para nadie de este castillo.

Leonora lo miró en silencio unos instantes y finalmente se dio la vuelta y comenzó a caminar de nuevo. Nuño la siguió en silencio. Había tenido la esperanza de seguir conversando. Volvió a hablarle antes de que ella pudiera entrar, dejándolo en la puerta.

—Si deseáis preguntar algo más... estaré encantado de responderos. Siempre —dijo Nuño, con la voz áspera.

Pero Leonora no contestó. Cerró la puerta. Dejando a Nuño una vez más solo con sus pensamientos. Solo fue distraído de ellos horas después, ya bien entrada la noche, cuando escuchó ruidos dentro de los aposentos de Leonora.

Dudó de si entrar, porque no sentía otra presencia que la de la propia Leonora en la habitación, pero temió que alguien estuviera usando algún truco para tapar su olor y latido.

Leonora soltó un grito ahogado, seguido de un golpe sordo, y entonces no dudó más y entró, con la mano ya en la espada.

Encontró a Leonora en el suelo, con libros desparramados a su alrededor. Ella se tapaba la frente.

—No hace falta que entres, me he caído de la cama y me he dado un golpe —dijo ella.

—¿Y los libros? —preguntó él, sin acercarse más.

Ella apartó la vista. Había sido otra vez su magia, saliéndose de control, y él pareció entenderlo, porque no insistió.

—No os quiero asustar, pero estáis sangrando —dijo él, con calma—. ¿Puedo ayudar?

—¿Y cómo sé que no quieres morderme?

—Quiero —confesó, sin tapujos—. Pero jamás lo haré. No puedo negar mi naturaleza, pero no por ello tengo que ser un peligro.

Leonora suspiró y trató de levantarse, pero estaba mareada, más del susto que de la herida. Nuño no esperó respuesta. Entró, cerró y se acercó a la jofaina. Se quitó los guantes y vertió agua y cogió una toalla limpia que había al lado. Luego se arrodillo ante ella, con la toalla húmeda y presionó la herida con suavidad. Notó cómo el corazón de Leonora se aceleraba, pero no lo apartó. Contuvo una queja cuando la toalla le tocó la frente.

—No es nada —dijo él—. La sangre es muy escandalosa, pero la herida es muy pequeña. No os levantéis sola. Apoyaos en mí.

A Leonora le temblaban las manos, pero se dejó ayudar. Se apoyó en sus hombros y él tiró con delicadeza. Cuando Leonora se hubo sentado en la cama, limpió mejor la herida, que ya apenas sangraba.

—Os voy a poner una gasa, pero si lo preferís, llamo al médico.

—No, no hace falta.

Él asintió. Tenía las manos tan frías como siempre, pero sus movimientos, acomodándole la gasa y limpiando la herida, fueron sumamente cuidadosos y delicados. Apenas le hizo daño, luego, sin mediar palabra para no saturarla, recogió los libros y papeles caídos del suelo y comenzó a ordenar. Ella lo observó en silencio.

Lo dejó todo impecable, hasta se llevó el agua rosada y las toallas y le trajo nuevas.

—No creo que esto entre dentro de tus obligaciones.

—No, claro —confirmó él—. Lo hago por vos, no por obligación.

De hecho, sospechaba que si lo descubrían, más bien recibiría una reprimenda, pero no lo comentó.

—¿Es por el anillo? —preguntó Leonora.

Nuño pareció sorprenderse. Soltó una risa ligera y se desprendió del anillo, tendiéndoselo.

—De noche es solo una joya, y de día es... un dolor, que me protege del sol, pero no me afecta a la personalidad, si es lo que pensáis.

Leonora dudó, pero lo cogió y lo examinó de cerca en su mano. No parecía tener nada especial, salvo quizá la temperatura, pero no era incómodo. Llegó a ponérselo y, aunque le quedaba grande, no notó nada. Finalmente se lo devolvió.

—No actúas como... un vampiro.

—Yo pensaba que era el primero que conocíais —se atrevió a bromear él, sin querer ilusionarse demasiado con la posibilidad de recuperar su amistad.

Esta vez, fue ella quien rio.

—Me has entendido.

—No somos una masa uniforme. En el mundo hay monstruos como los de los cuentos, y gente como yo. Pero como nunca puedes saber de qué tipo somos, te recomiendo no acercarte.

—¿A cuanta gente te has comido?

—Si me hablas de asesinatos... hace siglos que a nadie, eso te lo puedo prometer —dijo, atreviéndose a tutearla de nuevo—, pero me alimento varias veces a la semana.




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