Leonora no tuvo tiempo de apartarse. El peso de Nuño cayó sobre ella, cubriéndola. Había cerrado los ojos instintivamente. Escuchó el choque de dos aceros enfrentados y abrió los ojos.
Ella estaba en el suelo, con Nuño encima, a horcajadas prácticamente. El atacante era una figura encapuchada de negro, con unos ojos completamente negros, sin parte blanca. Era como mirar al abismo. Tenía una daga curva, que empujaba con ambas manos. Nuño usaba el filo de su espada para repeler el ataque, sujetando la hoja con maestría sin cortarse.
Leonora supo que debía reaccionar. Se arrastró, bajo Nuño, para quitarse de la trayectoria y darle capacidad de movimiento al vampiro. Y Nuño aprovechó el descuido del atacante al ver moverse a Leonora, para propinarle un puñetazo en el rostro con la izquierda, haciéndole retroceder un paso, lo justo para alejar el peligro de la princesa.
Leonora rodó y se incorporó jadeando para volver a llamar a los guardias. Nunca había visto a Nuño en una situación en la que su atacante le igualara en fuerza. Entendía que lo que veía no era completamente humano, no solo por su apariencia sino porque el aire se había vuelto frío y pesado.
El atacante apenas sangró del golpe, y su sangre fue oscura y espesa. El olor ni siquiera le resultó agradable a Nuño, que siguió atacando, ahora con más libertad de movimiento. El atacante era rápido esquivando sus estocadas y, pronto se atrevió a lanzar alguna él también, aunque tampoco logró acertarle.
Había en él una mezcla de movimientos extraña, entre mecánicos y demasiado rápidos para un humano. La naturaleza de Nuño, lo hacía prácticamente incansable, pero el ser al que se enfrentaba tampoco parecía fatigarse.
Desde el ventanal del pasillo, Leonora vio correr guardias en su dirección atravesando el jardín interior. Sintió alivio, aunque no hubieran llegado todavía, pero también temía por la vida de Nuño. Se sentía inútil. No podía ayudar.
Nuño consiguió hacerle algunos cortes al encapuchado, pero este no parecía ni notarlos, aunque hubo uno que, aprovechando un descuido, le rasgó el ojo izquierdo. Ni siquiera pestañeó.
—Por los dioses —murmuró Leonora, atrayendo involuntariamente su atención.
El encapuchado reaccionó a su voz. Nuño ya sospechaba que la criatura tenía poco instinto de conservación, pero en ese momento fue evidente, porque se lanzó a Leonora, ignorando que quedaba completamente expuesto y vulnerable a los ataques del vampiro.
Nuño lo atravesó con la espada, prácticamente atravesándole el esternón. El mismo líquido espeso y oscuro de antes salió por ambos lados de la herida, esta vez en mayor cantidad, pero la criatura no se detuvo, para sorpresa de ambos, y la espada de Nuño se quedó enganchada de una forma grotesca.
Leonora retrocedió, el encapuchado levantó su arma contra ella y Nuño se interpuso entre ambos. Tuvo menos tiempo de reacción que la primera vez, y además, no tenía espada. No dudó lo sujetó con sus propias manos. Forcejeando.
Leonora se preguntaba por qué los guardias tardaban tanto. Volvió a tirar de la campana de emergencia.
Mientras, Nuño, seguía forcejeando con el encapuchado y tratando de evitar sus ataques. Tenía que conseguir sacar su espada, pero si lo rodeaba, sabía que iría a por Leonora, ignorándolo a él, y no podía permitir eso.
Leonora se asomó por las escaleras, para ver por qué no venía nadie a ayudarlos. No vio nada, pero escuchó voces en las plantas más bajas, y se preguntó si no habría más criaturas como esa, o soldados normales, y estarían luchando contra ellos.
El pánico comenzó a apoderarse de ella. Pensó en sus padres, en la gente que vivía allí, en el propio Nuño, y su magia volvió a manifestarse. El ambiente se cargó de electricidad, como antes de una tormenta, las luces de los candelabros comenzaron a cambiar de color, del rojo al púrpura, del púrpura al verde, del verde al morado, en una sucesión imposible. Luego la puerta de sus aposentos comenzó a cerrarse y abrirse sola. El castillo parecía embrujado.
—¡No puedo controlarlo! —dijo, asustada.
La criatura aprovechó la distracción, el instante en que Nuño la miró de reojo preocupado, para atacarle con más fuerza. Primero le clavó la daga en el brazo, pero el vampiro no pareció inmutarse por ello. Tenía tan poco reacción al dolor como él. Nuño se la arrancó del brazo y la usó contra él, pero la criatura ya tenía otra, de su cinto, en la mano. Ese ataque sí fue efectivo. Por casualidad o por conocimiento mágico, consiguió arrancarle un dedo: el del anillo, llevándose la pieza de joyería con él.
Nuño no temía perder partes del cuerpo. Tarde o temprano, con la suficiente cantidad de sangre, volvería a crecer. El anillo era diferente. El efecto fue inmediato. Un sueño profundo se apoderó de él, así como una sed como no había sentido en siglos. El latido de Leonora se hizo evidente para él. Lo llamaba, y no con amabilidad. Sus pupilas se oscurecieron, sus instintos le gritaban que huyera. Que debía dejarse caer al sueño diurno.
Estaba, además, encerrado en un hueco pequeño. Si avanzaba, el sol lo tocaría, y él sabía, por experiencia e instinto, que en minutos quedaría calcinado.
Leonora soltó un grito al ver su dedo salir despedido. La criatura miró en su dirección. Nuño, más parecido a un cadáver que a una persona, se quedó quieto. Su cuerpo le enviaba señales contradictorias y no sabía cual obedecer, pero ninguna era útil.
Leonora no dudó. Se lanzó por el anillo, que rodaba por el pasillo, desprendido del dedo al caer, y la criatura saltó tras Leonora.
Fue entonces cuando, contra su instinto, Nuño actuó. Se dijo a sí mismo que no tenía nada que perder, y se lanzó al cuello del encapuchado. Clavando los colmillos. No quería beber de él, es más, sabía que probablemente era venenoso, pero no tenía armas que no fueran las de su propia naturaleza.
Leonora alcanzó el anillo. La visión que tenía ante ella era espeluznante.