Nuño no se mostró diferente con ella. Siguió tratando de llevarse bien, aunque Leonora estuviera más fría. Él sabía que era decepción.
Siguió llevándole cosas de sus salidas, sonriéndole al verla, buscando su conversación y recogiendo flores para ella. Cada gesto no correspondido le dolía, pero no parecía dispuesto a ceder pronto.
Leonora, por su parte, estaba estresada. Sus padres habían comenzado a discutir con frecuencia, y cada vez de forma más escandalosa. Todo el mundo lo sabía, aunque no supieran el motivo. Y ahora, además, sentía que no tenía con quién hablarlo.
La situación empeoró una noche, en la que sus padres le pidieron reunirse con ella. Nuño la acompañó, como siempre.
—Alteza —comenzó él, entre susurros, durante el trayecto—. Sé que os pasa algo. Si necesitáis hablarlo, yo sigo disponible. Siempre.
Leonora no contestó, bajó la vista y siguió caminando con él al lado.
En la puerta, dos guardias detuvieron a Nuño.
—Solo puede pasar la princesa —dijo uno.
Él contuvo un suspiro y asintió. Se quedó esperando con los guardias. Trató de agudizar sus sentidos, pero no pudo oír demasiado. Entendía que la conversación no estaba siendo agradable. Creyó oír incluso llanto. La conversación se alargó por más de una hora.
Los guardias lo miraban con cierta incomodidad, pues se había quedado plantado en el sitio, con la vista fija en la puerta y, como no necesitaba moverse, ya que ni se cansaba ni le dolían las articulaciones, no se había movido en todo el rato. Normalmente era más consciente de lo raro que parecía haciendo esas cosas delante de los mortales, pero al estar tan pendiente de Leonora, ni se había percatado.
Leonora fue la primera en salir. Corriendo. Tenía los ojos hinchados de haber llorado. Nuño miró brevemente al interior de la sala, antes de correr tras Leonora. Estaba el rey, de brazos cruzados y semblante serio, y la reina, también con los ojos hinchados y un semblante de ira contenida. El rey no se molestó en mirar a Nuño, la reina, sin embargo, se le quedó mirando hasta que este desapareció tras la princesa.
—¡Leonora! ¡Espérame! —dijo, llamándola por su nombre incluso por los pasillos. Pensando más en ella que en el protocolo.
Ella no le escuchó. Se encerró en sus aposentos. Nuño se maldijo para sus adentros. Tocó la puerta.
—Por favor, Leonora. Déjame pasar. Soy Nuño. No soporto verte mal y no saber qué tienes.
—¡No!
Nuño cerró los ojos un instante y se pasó una mano por el cabello.
—Vale, no me lo cuentes, pero déjame entrar a hacerte compañía.
Leonora no respondió, y después de la negativa anterior él lo interpretó como un sí. Entró directamente, cerrando tras de sí.
La encontró llorando en su cama, abrazada a la almohada, con Duquesa al lado mirándola. La gata, que normalmente siseaba nada más ver a Nuño, se hizo a un lado esta vez.
Nuño se sentó con ella en la cama, aunque normalmente evitara hacerlo, y colocó una mano en su espalda. Acariciándola con suavidad.
—Leonora… —Suspiró y luego se dejó caer junto a ella.
Acurrucó a Leonora contra sí. La espalda de ella contra su pecho. La rodeó con ambos brazos y le besó la coronilla.
—Estoy aquí. No estás sola —susurró él, con calidez.
—Es tu culpa —murmuró ella.
A él se le hizo un nudo en el estómago, pero no perdió los nervios.
—De acuerdo, y si me lo cuentas, trataré de arreglarlo.
Leonora no contestó inmediatamente, se giró hacia él y hundió el rostro en su cuello. Él la abrazó más fuerte.
—Mi padre quiere que me case —dijo, y justo después apretó el llanto.
Nuño se quedó muy quieto. Sin decir nada. Hasta que finalmente fue capaz de hablar.
—¿Tiene alguien pensado?
Ella asintió con la cabeza.
—Un príncipe extranjero. De muy al norte. Se supone que ya está viniendo. La comitiva llegará en unos días.
Nuño sintió cómo todo su mundo se rompía en pedazos. Él también tenía ganas de llorar.
—Si me transformaras... —empezó Leonora.
—No, no es solución Leonora —dijo él, tan tajante como la primera vez—. Déjame pensar.
—Pues pide mi mano —insistió ella.
—Leonora, tu padre ya tiene a alguien pensado, aunque fuera suficientemente noble para casarme contigo, no me dejaría. —Guardó silencio unos instantes—. ¿Por qué ha tomado esa decisión tan repentina?
—Porque tiene miedo, con tantos ataques últimamente. Cree que mi magia se desestabilizará.
—¿Y tu madre qué dice?
—Mi madre no está de acuerdo. Piensa que si mi futuro marido descubre lo de la magia me condenará.
—Tu madre es una mujer sabia.
Leonora asintió con la cabeza. Ella también creía que pasaría eso.
—¿Me prometes que intentarás evitarlo? —preguntó Leonora, desesperada.
Nuño sabía que no podía prometer algo así, que no estaba en su mano. Que no tenía poder, si no era mediante un baño de sangre, pero aun así, no pudo resistirse.
—Te lo prometo, Leonora. No tendrás que casarte con quien no adores —dijo él, sin apartar la vista de sus ojos.
Leonora no respondió con palabras. Le dio un beso, cálido y apasionado, como él llevaba días deseando.
Leonora entonces se subió sobre él y lo miró desde arriba. Él negó con la cabeza.
—Si pretendes cumplir tu promesa, ¿qué más da si me entrego? —dijo ella.
Nuño tragó saliva. Sabía que en parte tenía razón.
—Pretendo cumplirla, pero no quiero que esto sea así por primera vez, Leonora. No debe salir de la desesperación —dijo él, apelando a la lógica—. Si me hubiera dejado llevar la otra vez, hubiera sido honesto. Igual de imprudente, pero nuestro. Si nos dejamos llevar ahora será por rabia, y eso no es tan bonito. No te lo mereces.
Esta vez, Leonora no se enfadó. Su explicación parecía haberle calado. Se inclinó hacia delante y se limitó a acurrucarse en silencio.
Al final, el cansancio hizo su trabajo y se durmió sobre él. Nuño la dejó dormir así, abrazada a él, resto de la noche.