Nuño observó a la reina en silencio unos instantes.
—Desobedecer al rey —dijo, para asegurarse de haberla oído bien—. ¿Por qué, Majestad?
—Porque su falta de visión está haciendo un necio de él, y está poniendo en peligro a mi única hija —dijo ella.
—¿Qué puedo hacer yo para arreglar eso? Solo soy su guardia personal. Hago mi trabajo lo mejor que puedo —dijo él, que no terminaba de entender a la reina, pero sentía una ligera esperanza.
—¿Crees que soy tonta, Nuño? —dijo la reina, irritada.
—No, Majestad.
—¿Crees que no sé que has pasado la noche en los aposentos de mi hija?
Nuño titubeó, pero la reina no le dio tiempo a responder.
—Más te vale que...
—No —la cortó Nuño, preocupado por Leonora—. No la he tocado. No se me ocurriría. Me contó la conversación. Estaba llorando. Está muy afectada. Eso fue todo. No tuve corazón para irme después.
—Entonces sabes lo que mi marido planea hacer, y no dudo que sabes por qué hay que evitarlo.
Nuño asintió con la cabeza.
—Vos tampoco os fiais de la bondad de su futuro esposo frente a su... condición.
—No, la encerrará o la mandará quemar—dijo Catalina, afectada por sus propias palabras—. ¿La has visto alguna vez?
—Sí, las veces en que ha habido intrusiones... —admitió Nuño—. Cada vez que se altera mucho, supongo.
La reina asintió y se asomó a la puerta antes de seguir hablando. Volvió a entrar al ver el pasillo vacío.
—Acabad con la vida de su pretendiente antes de que llegue.
—Majestad, si se enteraran estaríamos todos en un aprieto. Soy un caballero a nombre de esta nación. A cargo de vuestra hija nada menos. Será una declaración de guerra si me pillan.
La reina resopló.
—No sois una persona normal —afirmó ella.
—No —confirmó él, sin especificar qué era.
—¿Se os ocurre alguna alternativa?
—Dejadme pensar. Daré con algo antes de la boda.
—Muy bien, pero prométeme que si no das con algo lo matarás —dijo ella.
—Lo prometo —dijo, y se le atragantaron las palabras.
La reina asintió despacio. Parecía muy alterada. Nuño creía que no estaba pensando con claridad por amor a su hija, igual que el propio rey.
Ella se giró para irse, pero antes de salir volvió a mirarlo.
—No me gusta lo que siente mi hija por ti. No me gustas tú —dijo, firme—, pero al menos creo que eres sincero.
—Lo soy, Majestad —dijo él, haciendo una reverencia mientras la reina abandonaba la estancia.
Cuando Nuño salió, dirección a los aposentos de Leonora, se la encontró de frente, preocupada.
—¿Dónde estabas? Me he asustado —dijo, agarrándolo del brazo.
—Con tu madre.
Leonora lo miró con incredulidad, y él le contó la conversación que habían tenido.
—¿Y se te ocurre algo?
—Más o menos. Tengo que hablar con los míos. La idea de tu madre no me gusta, porque incluso si funcionara, tu padre volvería a intentar casarte. Solo ganarías tiempo.
—Hay que quitarle la idea de la cabeza —dijo ella, con un asentimiento.
Nuño pasó el resto del día pegado a Leonora. Hasta entró en la noche a sus aposentos con ella, y la abrazó hasta que se quedó dormida, pero cuando la vio dormida salió de allí y se dirigió al ala contigua, donde dormían los caballeros que no estaban de servicio.
Había estado pensando en algo parecido a una solución desde antes incluso de hablar con la reina.
Los de mayor rango tenían habitación propia, los demás, compartían. Nuño, en teoría, también tenía unos aposentos allí, pero no los había usado desde su llegada. Buscó una puerta concreta. Sabía a quién buscaba. Levantó la mano para tocar y dudó unos instantes. Si Leonora se enteraba de lo que planeaba hacer, quizá lo odiaría. Porque ella era bondad y luz, y él estaba a punto de actuar como lo que era: un depredador implacable.
Tocó finalmente, antes de que le pudiera el remordimiento.
Cuando Rodrigo abrió la puerta, medio dormido, creyó que seguía soñando. No entendía qué hacía el guardia de la princesa en su habitación a esa hora.
—¿Qué narices haces aquí? —dijo, arrugando la nariz.
—Necesito pasar —dijo Nuño, entrando sin darle tiempo a reaccionar.
Rodrigo pareció mirar su arma, enfadado, pero Nuño no le dio tiempo, se puso en medio.
—El rey pretende casar a la princesa con un príncipe extranjero, apuesto a que no lo sabías.
Lo que quiera que estuviera pensando Rodrigo se vio interrumpido por el mensaje de Nuño.
—¿Qué? —repitió como si no hubiera entendido.
—Llegará en dos o tres días con una comitiva —dijo Nuño, recorriendo la habitación con los ojos.
Nuño nunca le había dado buena espina a Rodrigo, pero ahora, parecía menos humano que nunca. La habitación estaba más fría, y él sentía que no pensaba bien.
—Mírame a los ojos —ordenó Nuño, que había llegado frente a él sin que se diera ni cuenta—. Amas a Leonora, ¿no es así?
Rodrigo asintió con la cabeza. No era mentira, pero no entendía por qué se lo contaba a Nuño, y por qué no podía apartar la vista de él.
—Entonces no deberías dejar que se casara con un extraño —dijo Nuño.
Sus ojos eran negros por completo, y aunque Rodrigo lo veía, no terminaba de entender qué era lo que no encajaba.
—No, no debería —dijo Rodrigo.
—Pero tú no eres un idiota, ¿a que no?
Rodrigo negó con la cabeza.
—Acabarás con el príncipe, después de renunciar a tu puesto como caballero, y pensarás muy bien el plan, porque no quieres un intento de asesinato, porque irías preso y entonces Leonora jamás se casaría contigo —dijo Nuño, sujetándolo por la mandíbula—. ¿Lo has entendido?
—Lo he entendido —dijo Rodrigo, con la voz pastosa.
—Ahora te irás a dormir y olvidarás esta conversación, pero en el momento en que te enteres de que Leonora va a casarse, llevarás a cabo este plan, ¿de acuerdo?
—Sí. Así lo haré —dijo Rodrigo, y un hilillo de baba le resbaló por la comisura del labio.