Visité al doctor Mario unas semanas después. De nueva cuenta, el cambio en Sergio era drástico. Mario lo había impulsado a inscribirse en cursos de certificación en diferentes especialidades de la medicina alternativa. Ese día, con mucho orgullo, me mostró sus primeros certificados, de terapias holísticas y autohemoterapias.
Otro cambio en él era que ya no se presentaba como nieto de Mario, sino como su hijo. Lo llamaba “apá” y seguía hablando muy orgulloso de todo lo que había avanzado en el rancho. Para el evento de día de muertos construyó una estructura hecha de troncos y lonas para que la gente pudiera estar velando el altar de muertos evitando un poco el frío del bosque en la intemperie. Era muy curioso que hasta un dedo amoratado e hinchado fuera motivo de orgullo para él.
Ese día le pregunté a Mario sobre lo que había visto en mi hermana. Yo quería que ella fuera al rancho en día de muertos para que le evaluara si tenía algún daño, pero ya que no se pudo, Mario me indicó que Iveth debía poner bajo su cama un plato con algunos elementos como huevos, sal o romero.
Iveth planeaba llevarlo al siguiente viernes, pues Mario solía atender en su consultorio de la ciudad solamente ese día.
El jueves en la noche mi madre me llamó por teléfono, alarmada. Iveth había estado muy inflamada del estómago, ya su marido la había llevado al médico de genéricos y la medicina parecía no haber surtido efecto alguno. La llevé por la noche a un médico particular. Al auscultarla le dio una especie de pellizco en la parte baja de su abdomen, subiendo sus manos repentinamente. Ante esto, Iveth gritó de dolor y el médico me miró con un gesto sombrío.
―Creo que es apendicitis ―me dijo―. No queda de otra, la tenemos que operar. Vayan a ultrasonido, por favor.
El doctor nos dio la orden y pasamos al área de análisis, donde otro médico la valoró antes de pasarla al ultrasonido, le hizo las mismas pruebas, el mismo pellizco con el que Iveth se estremeció de dolor.
¡Pobre de mi hermana! Pasó al fin con el médico que le haría el ultrasonido sólo para que le hiciera el mismo bendito pellizco.
Mientras le realizaba el ultrasonido, yo veía en pantalla las imágenes. Unos meses atrás yo había llevado un ultrasonido mío a Mario, era de unos nódulos que me encontraron en la tiroides, él agrando en su celular la imagen del ultrasonido y me mostró lo que parecía un ser humanoide con cuernos.
―¿Qué ves aquí? ―me dijo ese día.
―Parece un demonio ―le respondí.
―¿Me puedes decir que hace este demonio viviendo en tu tiroides?
Ese día me explicó que él como médico brujo había aprendido a ver tanto el daño físico como el espiritual, y esas figuras que otros llaman pareidolia, son en realidad larvas astrales, seres que se meten en el cuerpo de las personas para alimentarse de ellas.
Me pareció aterrador ver que justo cuando el médico pasaba el sensor por la zona que más dolía a mi hermana, en la pantalla se veía como si tuviera el purgatorio en su interior, seres con orejas grandes, cuernos, cuencas oscuras y vacías, gestos de desesperación y de odio. Lo más raro era que la imagen pasaba a otras partes de su cuerpo y solamente se veían manchas, mientras que esos seres aparecían en donde estaba más fuerte su inflamación.
Regresamos con los resultados y el médico no tuvo dudas, era apendicitis. La ingresaron al hospital, la canalizaron y la programaron para cirugía al amanecer.
Yo había estado tratando de comunicarme con Mario sin éxito, y al fin, justo cuando recién ingresaron a Iveth, me respondió. Yo le expliqué todo lo que había ocurrido y él me respondió con mucha calma.
―No es apendicitis, mi niña, es algo más de tipo energético. Sácala de ahí, y mañana me la llevas a mi consultorio a primera hora. Y tráiganme todo para su prueba de daño.
―Pero ya la canalizaron y la programaron para cirugía.
―No te preocupes, bebé, yo haré que la cirugía no sea necesaria, mañana en cuanto la den de alta, me la llevas.
Yo no estaba muy segura de que la dieran de alta tan fácilmente, pero confié en él y me fui a casa.
Al día siguiente regresé al hospital a las 6 de la mañana. Iveth se veía tranquila y me dijo que ya no sentía molestia alguna. Casi en seguida llegó el cirujano junto con el médico que la atendió el día anterior.
La auscultó y de nuevo aquel pellizco en el abdomen. Pero esta vez, no hubo grito.
―¿Te dolió eso? ―preguntó.
―No, ya no ―respondió Iveth. El médico que la había atendido en la noche frunció el entrecejo, se acercó a ella y le volvió a aplicar el pellizco. De nuevo, nada.
Ambos médicos revisaron las imágenes del ultrasonido y chasquearon la lengua, confundidos.
―¡Te juro que ayer estaba a punto de reventar! ―exclamó el doctor.
―Sí te lo creo ―dijo el cirujano viendo los resultados del ultrasonido―. Según esto, estaba ya a poco de ser peritonitis.
El cirujano frunció los labios, miró a mi hermana y acariciando su pie simplemente le dijo:
―¿Qué te digo, hija? Dios te curó.
La dieron de alta, tal como Mario me dijo. En seguida la llevé a su consultorio y en cuanto entramos con él, Iveth se desmoronó, desahogó todo el miedo y frustración en brazos del curandero.