El Guardián del Entrespacio

PRÓLOGO: ROMA, 1003

Fragmento de un códice procedente de un manuscrito antiguo titulado De Transitu Lucis (Del Paso de la Luz), conservado en una escritura que mezcla latín tardío, símbolos gnósticos y anotaciones marginales en árabe antiguo y en caligrafía cabalística. Se trata de un pasaje cifrado que describe el papel de las zonas intermedias y la necesidad de una formulación vibratoria para atravesar la luz entre los mundos sin disolverse.

Fragmentum Tertium – De Liminibus inter Mundi

«Entre las esferas no hay tierra.
Ni cielo, ni abismo.
Lo que allí existe no es un lugar, sino un paso.
Lo que entra sin nombre, se deshace. Lo que entra sin canto, se disuelve.»

«La Luz entre los mundos no es claridad. Es Peso. Memoria pura.
No juzga, pero compara. No habla, pero exige.
Aquellos que no han sido podados, los que no han vaciado sus propios reflejos,
son allí consumidos desde dentro.»

«Antes de cruzar la luz, deben emitirse tres acordes:
Uno para el Cuerpo, que se disuelva.
Uno para el Espíritu, que se expanda.
Uno para la Memoria, que no busque regresar.»

«La plegaria no protege. Acorda. Prepara.
Quienes no han vibrado serán reducidos a sus componentes.
Y su Nombre, devuelto al Silencio.»

Roma, año 1003.

El viento levantaba nubes de polvo en el umbral de la Ciudad.
Desde la Porta San Paolo, la silueta de Roma se adivinaba como una tierra sobreviviente, hecha de ruinas antiguas y santuarios erguidos entre las colinas. Las columnas rotas del Imperio aún se alineaban, piedras gigantes y silenciosas, como geometrías olvidadas.

El hombre venía de lejos. De un lugar inconcebible.
Caminaba encorvado, no por cansancio, sino por una conciencia aguda del sitio donde posaba el pie: Roma no era un lugar, sino una tensión entre el pasado derrumbado y la eternidad prometida.

Llevaba al cinto un rollo de cuero, cuyos caracteres hebreos y griegos trenzaban un nombre antiguo, Yâsîn, y una oración para no ser devorado por la luz. Un regalo… o una necesidad.

Atravesó las callejuelas sinuosas del Trastevere, aún marcadas por la sombra de los antiguos acueductos. Los tejados de tejas, las fuentes con dioses mudos, los gritos de los niños, las procesiones de monjes encapuchados: todo se mezclaba en una lenta ascensión hacia el noroeste.

A lo lejos, la basílica de San Pedro aparecía por fin.

Aún no tenía la cúpula de Bramante, ni la columnata de Bernini. En aquella época seguía siendo la vieja basílica constantiniana, vasta y solemne, con su techo de madera visible y sus mosaicos bizantinos apagados por los siglos.

Su pórtico, flanqueado por un atrio donde el agua bendita dormía bajo hojas muertas, acogía a los peregrinos llegados del mundo entero: lombardos, anglosajones, visigodos, griegos… todos en busca de gracia o perdón.

Pero el hombre no venía ni a rezar ni a confesar. Portaba un nombre, una ciencia, un deber.

Dos guardias francos, con cota de malla, lo detuvieron en el umbral del vestíbulo, allí donde se abría el acceso reservado a la Curia del Papa. Habló en latín, preciso y sin énfasis.

Un nombre que transmitieron. Una autorización implícita.

Le hicieron esperar en una sala baja. Frescos desvaídos corrían por los muros —una Natividad, un ángel, un árbol seco—. El silencio pesaba como la piedra.

Luego fue introducido en una estancia en ángulo, bañada por una luz suave que entraba por una ventana estrecha.

Allí estaba él.

Silvestre II.

Vestido con una capa de un rojo profundo, bordada con signos que sólo un ojo ejercitado podía distinguir.

El rostro del papa era grave, ascético, pero sus ojos ardían con una inteligencia febril.

Sobre la mesa, un astrolabio, un volumen abierto y una esfera armilar de cobre.

A su alrededor, monjes silenciosos trazaban letras en la arena.
El viajero vio los objetos sobre la mesa y esbozó una sonrisa leve, con un matiz de diversión.

—Así que has venido, como estaba previsto —dijo Silvestre II en voz baja, fijando al extranjero—. Hubiera deseado más tiempo. Pero he tenido mucho. Tal vez demasiado. Él te espera.

El viajero no respondió.

A lo lejos, sonaron las campanas del Laterano.

Aquel día, en Roma, el cielo no mostró nube alguna, pero el aire parecía vibrar con un soplo invisible.

El papa había pedido que lo dejaran solo. Había abandonado la sala de estudio, atravesado una galería ensombrecida por el cansancio y llegado a una pequeña cámara que le estaba reservada: un lugar de silencio y retiro, en el corazón mismo del palacio. Allí, las paredes eran desnudas, los muebles sencillos: un lecho estrecho, una mesa baja, una estantería torcida.

Sobre las tablas reposaban manuscritos abiertos sobre astronomía, mecánica celeste, proporciones armónicas y algunos bocetos de máquinas inconclusas. Una nota sobre los ciclos lunares estaba anotada de su mano. Una figura del astrolabio aún trazaba un rayo oblicuo sobre la página.

Pero en el centro de la habitación, sobre un pequeño escritorio vacío, un cofre de madera oscura permanecía entreabierto. Vacío. Tan vacío como el fuego de la chimenea que, en su último aliento, terminaba de consumir unos folios demasiado herméticos para un papa. Demasiado peligrosos, demasiado ilegibles. Ardían como reliquias de un mundo que el poder terrenal no estaba preparado para acoger.

Faltaba sobre todo el contenido del cofre. El cristal. El extranjero lo había recuperado. Le pertenecía.

Gerberto de Aurillac, su nombre de nacimiento, lo sabía bien. La llegada de aquel hombre había marcado el comienzo del fin. Desde entonces se sentía más débil: la enfermedad, la fiebre, un lento deslizamiento de sus fuerzas.

La misa de aquella tarde había sido un suplicio. Había tenido que renunciar a la homilía, dejando que otro pronunciara las palabras en su lugar. Sus médicos nada sabían, nada podían. Sólo el cristal… tal vez… Pero él sabía demasiado poco.



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En el texto hay: romance, mistico paranormal, enigma

Editado: 27.10.2025

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