El Guardián del Entrespacio

1 - Iba a pedir lo impensable. Violar la Ley. Atravesar la Luz.

Mar-de-Vientos se extendía en paz sobre un inmenso lago de reflejos irisados, en una luz sobrenatural donde el cielo y el agua parecían respirar con un mismo pulso. Dominada por una torre titánica, con aires de medusa solar fijada en el oro, la ciudad desplegaba a su alrededor una multitud de estructuras de formas suaves y redondeadas, como esculpidas por el viento y el agua. Aquellos edificios, a medio camino entre coral y artefacto, surgían del espejo líquido como un archipiélago viviente, trémulo de energía silenciosa.

Semicúpulas sumergidas servían de hábitats o de lugares de reunión, algunas hundidas levemente en la superficie acuosa, otras posadas sobre plataformas invisibles. Siluetas se deslizaban en embarcaciones ligeras, mientras en el cielo naves esféricas derivaban sin ruido, como pájaros suspendidos en el éter.
Cada edificio parecía vibrar con un aura propia, eco de fuerzas antiguas o de una tecnología fundida con el aliento mismo del mundo. Ni línea recta, ni fortificación; aquí todo era curvo, fluido, vivo —como si la ciudad no hubiese sido construida, sino nacida de un pacto antiguo entre los elementos.

La esfera palpitaba suavemente en torno a ella, como si respirara. Sus paredes flexibles, irisadas de nácar vivo, latían al compás de su propio aliento. Sentada en la concavidad membranosa de un asiento formado alrededor de sus caderas, la mujer no tocaba palanca alguna, no pronunciaba orden. El transporte orgánico comprendía su intención, se guiaba por el Pensamiento que ella emitía —ínfima modulación de presencia, íntima variación de acorde.
La esfera se elevó en el silencio. Ningún ruido de motor: sólo un roce sedoso de materia contra el aire, imperceptible para los no iniciados. Dejó atrás la rampa de cosecha de energía y fue ganando altura lentamente. Abajo, el lago de Mar-de-Vientos desplegaba sus escamas líquidas, espejeantes, como un mar de aceite atravesado por destellos de oro.

Sobrevoló los módulos de observación, las terrazas cultivadas, los arcos de anclaje. Ya el horizonte se inclinaba bajo la proximidad de la Torre.

A lo lejos, la Torre-medusa alzaba sus zarcillos translúcidos hacia el cielo —inmensa, irreal, fusión de una conciencia y una máquina. Sus filamentos no eran fijos: ondulaban como tentáculos fotónicos, captando la energía difusa de las estrellas. En su base, anillos concéntricos giraban lentamente, en equilibrio inestable, formando un umbral.

La esfera aminoró, y luego operó su transformación. En pleno vuelo, sus curvas se fruncieron, su piel se tensó. En un movimiento fluido, se aplanó y angularizó. Las aristas se erigieron como huesos bajo la piel; la estructura se reorganizó en un cubo perfecto, concebido para un aterrizaje estable. La materia orgánica se rigidificó por zonas, sin perder su flexibilidad subyacente.
Aterrizó al pie de la Torre, sin choque ni vibración.
Un silencio más denso que el aire la envolvió. La mujer se incorporó. La envoltura del transporte se abrió como una flor plegada. Salió, descalza sobre el suelo iridiscente, y alzó la vista hacia el edificio inmenso.

La Torre no era un edificio. Era una nave áurica, un puente entre las estrellas, viva y antigua. No aguardaba. Recordaba. Ella estaba allí para reavivar la memoria de su último vuelo.

Y esta vez, no sería pasajera. Sería guía.

Azda permanecía erguida, inmóvil, frente a la nave áurica. El cubo orgánico que la había traído ya se había cerrado, absorbido lentamente por la materia del suelo como si jamás hubiese existido. El silencio no estaba vacío; vibraba levemente, en el umbral de lo audible. La Torre la reconocía.

Su silueta proyectaba una sombra fina. Alta, esbelta, Azda llevaba la marca de Koril en cada línea de su cuerpo: piel opalina, ojos de un verde pastel idéntico a la larga cabellera que había escogido —un color suave, casi vegetal, en acuerdo con sus propias armónicas.
Su atuendo negro, asimétrico, se ajustaba a la perfección, descubriendo sin provocación un seno desnudo y las largas curvas de sus piernas. Belleza esculpida no por el azar, sino por la ciencia. Pues en Koril cada ser nacía único, no para distinguirse, sino para preservar la divergencia genética, en una civilización donde la reproducción era cosa de rareza y de necesidad concertada.

Koril… Azda cerró los párpados un instante.
Un mundo como quedan pocos en la galaxia: baja fecundidad, gran longevidad y, sobre todo, una sed inextinguible de saber, antiguo sustituto —y vencedor— del deseo de conquista o de poder. Mientras tantas civilizaciones se habían derrumbado en sus propias llamas, incapaces de franquear el umbral de la era posindustrial, Koril eligió otra vía. Ni expansión militar, ni dominación cultural: sólo exploración, comprensión, intercambio.

Durante milenios enviaron sus naves de conocimiento por los brazos espirales de la galaxia, salvando el aislamiento estelar, enlazando a los pueblos pensantes, rehusando toda violencia. Algunas especies se mostraron hostiles —pero acabaron siendo contenidas por las alianzas de inteligencias no agresivas que, unidas, sabían rechazar sin exterminar.

Luego vino el Hallazgo. Inesperado, irresistible. El EntrEspacio.
Un medio extraño, ajeno a todo referente físico. Allí donde las distancias se retuercen, desaparecen. Donde el paso de un mundo a otro ya no exige años luz, sino una intención estabilizada. Pero el EntrEspacio no se entregaba sin precio. Lo atravesaba una entidad o fuerza a la que los korilianos llamaron la Luz: fenómeno tanto físico como metafísico, capaz de disolver a todo ser vivo… salvo su memoria.
Hicieron falta siglos para comprender, y otros tantos para concebir el Aura: una modulación del ser, una vibración sutil que permitía existir sin someterse a la Luz. El Aura no era una armadura: era un estado. Y quienes lo dominaban podían ya atravesar el EntrEspacio intactos.
Pero más allá, en el fondo de ese tejido dúctil y vacilante, había algo más. Otro universo. Asombrosamente próximo. Accesible. Y, sobre todo, un mundo primitivo, joven, no modelado aún por la tecnología ni por la inteligencia consciente. Ese mundo tan semejante a Koril… llamaba.



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En el texto hay: romance, mistico paranormal, enigma

Editado: 27.10.2025

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