La Base del EntrEspacio no se dejaba definir.
No tenía muros, ni plano, ni centro perceptible. Se mantenía allí, en el intersticio, donde la Luz se debilitaba sin desaparecer jamás, exigiendo no una sumisión, sino un respeto activo, una vigilancia perpetua. Era una burbuja, o más bien una esfera movediza, cuyos contornos ondulaban según geometrías variables, a veces perceptibles, a veces solo presentidas.
En su interior, cubos sintéticos flotaban en una atmósfera mantenida artificialmente, no por una tecnología bruta, sino por la voluntad estabilizadora de los Guardianes.
Cada uno de esos cubos, ni vivos ni muertos, no estaba hecho de materia biológica —pues ésta era rechazada por la Luz en aquel lugar liminal. No tenían funciones fijas: se ensamblaban, se dispersaban, se reconfiguraban según la necesidad.
Un centro de escucha, una sala de decisión, una cámara de aislamiento memorial —todo ello existía únicamente cuando debía existir.
Markal flotaba a media distancia del eje de reposo. Acababa de regresar.
Da poco tempo.
La rotación de los Guardianes era lenta, porque las alertas eran raras.
Y los Guardianes, ellos mismos, eran cada vez menos numerosos.
La intención se impuso en él sin intermediario. No era un mensaje, ni una convocatoria. Solo una armónica única, una huella que resonaba en el núcleo de su conciencia. La reconoció de inmediato. No por su forma —era inédita— sino por su gravedad.
Hubo una puesta en estado. Los cubos circundantes se acercaron lentamente, formando una matriz de recepción. Los datos afluyeron.
La firma del acontecimiento era sin precedentes desde hacía décadas:
→ Cruce de la Luz.
→ Por una nave áurica de clase primordial.
→ Activada desde Mar-de-los-Vientos.
→ Destino probable: Tierra.
Markal siguió las cadenas de análisis establecidas por los vigías. La lógica era diáfana. El salto había sido asumido. Calculado. Voluntario.
Y conocía a la responsable.
Azda de Tromwal.
Ella no era una disidente.
Tampoco una soñadora.
Era una voluntad.
Y sobre todo, era la única aún viva que había estudiado «las corrientes inversas del EntrEspacio», esas zonas de desfase que se forman cuando un ser atraviesa la Luz sin intención de retorno.
Comprender su gesto.
Ésa era la prioridad.
No para juzgar. Aún no.
Sino para evaluar lo que sabía.
Lo que la motivaba.
«Azda», pensó, y una breve sonrisa se dibujó en sus labios.
Había sido muchos ciclos atrás.
Markal no era entonces más que un joven laureado, apenas salido de los Centros superiores de psico-biónica de Koril, pero ya considerado para funciones que excedían el marco estricto de las tareas técnicas.
Era la hora del Gran Control.
Un rito.
Una prueba.
No tanto para juzgar el dominio de los elementos, como el dominio de sí mismo —pensamientos, intenciones, miedos, límites silenciosos.
El lugar había sido elegido con cuidado: un planeta sin nombre, referenciado únicamente por su posición en los Archivos de Ejecución Mental, respirable, pero fuera de todo sistema conocido.
Desconocido, por tanto neutro.
Terreno perfecto de prueba.
Eran diez.
Diez seres formados en los más altos niveles de las ciencias mentales y vibratorias de Koril.
Todos portadores de disciplinas avanzadas, pero reducidos a lo esencial para la prueba.
Ninguna ayuda. Ningún programa de regreso.
Solo una consigna:
«Traed una cosa. Un objeto. Una sensación. Algo de este mundo. Y decid su naturaleza.»
Se habían reunido, los diez, en una vasta depresión natural, rodeada de estructuras de piedra tan elegantes como imposibles: conos invertidos, suspendidos con la punta hacia abajo, desafiando la gravedad o burlándose de ella.
La roca vibraba con un resplandor apagado, casi vegetal.
El suelo, blando bajo los pies, parecía absorber el peso.
Un cielo violeta claro se extendía sobre ellos, inmóvil en una transparencia turbia.
No lejos, una cascada de un líquido no identificado caía sin ruido, desapareciendo en un abismo negro sin producir salpicadura alguna.
Y más allá de aquella pared de roca y caída, lo desconocido total.
No habían visto la llegada.
No hubo nave, ni esclusa.
Solo una transferencia instantánea desde la nave áurica.
Como si la prueba hubiese comenzado antes de que lo supieran.
Alrededor, los otros candidatos se preparaban.
Algunos verificaban los instrumentos permitidos —pequeños módulos de percepción, filtros sensoriales primitivos, hebras de memoria flexible.
La mayoría estaba concentrada, tensa hacia lo desconocido.
Dos o tres parecían inquietos, demasiado conscientes de su incompletitud.
Markal no hablaba. Observaba.
No formaba parte de los inquietos.
Su concentración no estaba dirigida hacia el exterior, sino hacia los umbrales dentro de sí mismo.
Y estaba aquella muchacha, siempre de pie, un poco apartada, con la sonrisa ladeada, casi condescendiente.
Manipulaba con calma los objetos colocados sobre una losa, como si nada de aquel mundo pudiera resultarle realmente extraño.
Markal cruzó su mirada. No leyó en ella desafío ni complicidad. Solo la tranquila certeza de estar preparada, como si la prueba fuese un juego infantil bien codificado.
Pero allí, nada estaba codificado.
Las estructuras de piedra, la cascada, el suelo movedizo, todo parecía esperar.
¿Pero qué?
No era una prueba que resolver.
Era un enigma cuyo respondedor estaba en el interior.
Markal cerró los ojos. Inspiró. Y cruzó el primer límite.
Markal se había alejado sin decir palabra. No había saludado ni justificado su decisión. La mayoría permanecía concentrada alrededor del punto de partida, como si la verdad residiese en el círculo inicial. Pero él sentía que la prueba no se hallaba donde las estructuras eran demasiado visibles.