El Guardián del Entrespacio

4 - Su deseo de aprender a menudo estaba contaminado por la necesidad de dominar.

«Que nadie cruce el umbral sin un espejo en el corazón.
Que nadie atraviese la Luz sin una cuerda anudada.
El Paso no juzga, pero borra.
Y el EntrEspacio, si acoge sin vínculo, se quiebra en silencio.»

Según el Códice de los Vigilantes.

El sendero se volvía cada vez menos nítido. La hierba alta se espesaba, las piedras se amontonaban. Poco a poco, toda huella humana se desvanecía, hasta desaparecer por completo.
Etoï aminoró el paso.

— Nadie va más allá —dijo simplemente.

Señaló con un gesto breve los arbustos retorcidos que aún bordeaban la zona. Pendían de ellos amuletos de plumas, huesos pulidos, cordeles trenzados, agitados por un viento ligero que no venía de ninguna parte. No tenían nada de ostentoso, pero su acumulación silenciosa hablaba por sí sola: aquel lugar estaba balizado, delimitado, contenido.

— Es la frontera. No una barrera, sino una voluntad más antigua que las nuestras. Una prohibición venida de las profundidades. Este lugar no está maldito… está prohibido.

Delante de ellos, el suelo se volvía pedregoso, luego decididamente rocoso. La hierba se había callado, reemplazada por un tapiz gris y seco, irregular, que conducía a un derrumbe de grandes bloques amontonados como una boca cerrada.

Etoï se detuvo, bajó la cabeza.

— Sólo los chamanes conocen el canto. El que abre.

Markal, en silencio, observaba. Pero ya su espíritu koriliano recorría el lugar en otro nivel.

Las armónicas de bloqueo estaban allí: líneas de oposición vibratoria, calibradas para los seres de esta tierra.

No para él.

Podía disolverlas en un instante. Pero no lo hizo.

Etoï se agachó, apoyó las palmas en el suelo. Luego, en voz baja, entonó un canto grave, fragmentado, hecho de sílabas antiguas, como palabras cuya raíz era más vieja que la lengua.

Nació un ritmo.

Asimétrico, en espiral.

Los sonidos parecían no querer salir, como aspirados hacia adentro.
Luego resonaron, por debajo.

Markal percibió las vibraciones. No eran poderosas, pero obraban con una precisión profunda: neutralizaban, curvando las líneas de resistencia.
El joven vidente se incorporó sin decir palabra y avanzó, proseguido su canto.

Rodearon los bloques, se deslizaron por una falla angosta hasta una losa vertical. Parecía tallada, pero por ninguna mano humana conocida.
Una medusa grabada en hueco adornaba su centro. Ninguna inscripción. Sólo esa forma estilizada, fija y casi móvil a la vista.
Etoï se volvió, esperando algo.

Markal se acercó.

— ¿Y más allá? ¿Otro canto?

— No. El paso está ahí, lo siento. Pero está cerrado desde hace mucho. No sabemos… o ya no… cómo abrirlo.

Markal lo miró un instante.

¿Qué hacer con él?

Aquel lugar no era para los otros. Pero se había sellado un pacto. Y en este mundo, el pacto pesaba más que la ley.

La losa no estaba sellada. Sólo dormida.

Era biofuncional, no mecánica. Reconocía intenciones, no llaves.
Markal extendió hacia ella un pensamiento claro, simple.
Se abrió.

No bruscamente. Sino disociándose, capa por capa, como una materia viva que se aparta para dejar pasar.

Agarró del brazo a Etoï y lo arrastró consigo al interior.

La losa se cerró de inmediato.

Dieron unos pasos en una penumbra amortiguada, sin eco.
El suelo era blando, casi membranoso. El aire no llevaba ningún olor.
Y luego —en un instante— la luz los envolvió.

La teleportación se había producido.

Se hallaban ahora en el corazón mismo del Gran Montículo, en una sala subterránea perfectamente circular, silenciosa, preservada.
Y viva.

Markal percibió de inmediato la intención en espera.

No se manifestaba ni por imagen ni por sonido, sino por una presión difusa —una voluntad suspendida, como un diálogo iniciado pero interrumpido antes de la primera frase.

La apartó primero, con un gesto interior, casi por reflejo. Demasiado pronto.

Volvió la cabeza hacia Etoï, que exploraba en silencio la vasta cámara subterránea. Sus ojos brillaban con una curiosidad casi infantil, por momentos conmovedora. Posaba los dedos en las paredes lisas, se acercaba a las estrías de luz tamizada, inspeccionaba los rincones con la avidez tranquila de quienes aún no sienten el vértigo de las consecuencias.

Pero Markal percibía lo que callaba.

Las armónicas de aprensión, bien reales, arremolinaban a su alrededor, finas e inestables, como una cuerda vibrante que uno quisiera acallar.

Lo sabía: la curiosidad era un puente frágil entre los Terrícolas y los Korilianos.
Pero no era más que un comienzo.

Su deseo de aprender solía estar contaminado por la necesidad de dominar.
Dominar a los otros, las cosas, las fuerzas…

Se acercó al joven vidente y habló con suavidad, pero sin rodeos:

— Este lugar es sagrado, Etoï. Y eso no significa sólo que sea antiguo o poderoso. Significa… que debes empezar por callarte dentro de ti. Siéntate. Aparta de tu mente las preguntas. Déjalas pasar como un viento sobre la llanura.



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En el texto hay: romance, mistico paranormal, enigma

Editado: 27.10.2025

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