La bruma del Shannon se demoraba aún a ras de las altas hierbas pálidas que bordeaban la orilla. El agua corría sin ruido, ancha y gris, a veces atravesada por el grito acerado de un chorlito dorado. A lo lejos, la torre redonda de piedra se alzaba, silueta centinela del monasterio, guardando el horizonte más que un eventual asalto.
A esa hora, las campanas de hierro forjado tocaban el oficio de tercia. Una docena de monjes salían lentamente de las celdas de piedra seca, con los ásperos mantos echados sobre la cabeza y las sandalias de cuero húmedo marcando el suelo endurecido. Sus pasos convergían hacia la pequeña iglesia cuadrada, de madera y mampostería, abierta al oriente.
Tras la oración, el monasterio recobraba el aliento. Tres hermanos se dirigían al scriptorium, estancia débilmente iluminada donde los postigos interiores filtraban una luz apenas suficiente. Uno mojaba una pluma en un pequeño cuenco de bronce y preparaba la tinta hecha de agallas de roble, hollín y vino. Otro rascaba el vitelo con un gesto preciso, preparando un folio para la copia de un salmo.
En el cercado de los bueyes, un novicio alimentaba a las bestias a mano, cuidando de no turbar su calma. Otro, arrodillado en el huerto cercado, cavaba una tierra ya fría. Allí se cultivaban hierbas medicinales, algunas raíces, puerro silvestre y mostaza negra.
A lo largo de los muros, dos canteros trabajaban lentamente en la escultura de una cruz, ornamentando el entrelazado con un motivo trinitario. Hablaban poco. Cada gesto era medido, guiado no por la palabra sino por la costumbre y la confianza.
A mediodía, las campanas tocaban sexta. Se interrumpían las tareas. La comida, frugal, reunía a los hermanos en un silencio apenas puntuado por las lecturas de los textos sagrados: un caldo de cebada, pan duro, a veces un trozo de pescado sacado del Shannon o un queso curado en las bodegas del monasterio.
Luego venía la hora del descanso o del estudio. Algunos monjes se demoraban en el claustro descubierto, recitando en voz baja los versículos del día. Otros acudían a la biblioteca, modesta pero preciosa, para leer o meditar sobre pergaminos medio borrados, a veces escritos en latín, a veces en ogham o en griego.
Hacia la hora de nona, los artesanos regresaban a su abrigo. Los monjes más ancianos se retiraban a su celda para orar hasta el anochecer. Algunos iban a la necrópolis para bendecir una tumba o recomponer una losa inclinada por las raíces. Los peregrinos que habían llegado más temprano se arrodillaban en silencio ante la Cruz de las Escrituras, gastada pero aún imponente. A veces se registraba su paso en un cuaderno rudimentario, antes de indicarles un refugio de fortuna junto a los muros exteriores.
El sol descendía lentamente hacia el oeste. Una luz dorada se estiraba sobre las piedras, otorgando a los muros un calor que no poseían. Las sombras se alargaban, envolviendo poco a poco las estelas de granito en una penumbra antigua.
En vísperas, todos estaban de nuevo en el oratorio. Las voces se unían para cantar un salmo a dos coros.
Nada parecía cambiar en aquel lugar detenido entre cielo y río. Pero los pensamientos seguían fermentando bajo los tonos neutros del día. Clonmacnoise no era sólo un lugar de paso o penitencia. Era un depósito de ecos antiguos, un entrelazado de memoria, piedra y palabras que sólo la aparente banalidad de lo cotidiano podía proteger.
El viento de la tarde se había levantado sobre Clonmacnoise, sacudiendo las leves vapores del Shannon y agitando las hierbas rojizas en torno a las tumbas. El último oficio aún no había sonado cuando el clamor de un galope furioso hendió el silencio del monasterio.
Un jinete enfundado en hierro, encapuchado bajo un yelmo tosco pero bruñido por el uso, surgió desde la orilla oriental en un estruendo de cascos. Su montura, una yegua negra de ijares espumosos, apenas lograba sostener el ritmo impuesto.
Los monjes interrumpieron en silencio su marcha o su tarea, pero ninguno gritó. El estrépito era raro allí, pero el miedo no formaba parte de la casa.
El jinete se detuvo en seco, desvió las riendas sin saludar y, con una voz dura como la hoja a su flanco, se dirigió al hermano más cercano:
— Agua. Pronto. Está al límite.
No desmontó, pero señaló con el mentón el abrevadero, la mirada siempre clavada al oeste. Le llevaron agua en una artesa de madera, mientras un joven novicio intentaba calmar al animal.
— Y una barca —añadió—. Debo cruzar el río. Ahora.
Uno de los hermanos alzó una ceja pero no dijo palabra. Hizo un gesto hacia un embarcadero más abajo, donde reposaba una coracle de cuero embreado, lo bastante amplia para transportar a hombre y cabalgadura. Sin dar las gracias, el jinete espoleó a su montura hasta la orilla, y entonces sí desmontó, rígido, cubierto de polvo, el ceño cerrado, poco afable, medio enmascarado por una barba corta y un cansancio disimulado.
Su nombre era Fergal mac Ronáin, y huía de Meath.
Pero no eran el miedo ni la guerra lo que lo empujaban hacia el oeste. Era la llamada antigua de Samhain, aquella que oía cada año y a la que a veces respondía cuando era necesario. Ese año llegaba tarde, y sin embargo era necesario. Para retomar mejor el rumbo y olvidar contratiempos recientes.
El paso se hizo sin contratiempo. El río se apartó mansamente en torno a la coracle, y la corriente pareció incluso remansarse para dejar que Fergal cruzara.