El Guardián del Entrespacio

9 - Soy vieja. Y cuando llegue el fin, moriré con este cuerpo que he robado.

Azda dejó pasar varios días en su nueva función. Las demás pupilas mantenían las distancias, impresionadas por sus prestaciones pero también por su origen supuesto, envuelto en misterio. Para muchas, el monte Lu evocaba reclusos, ermitaños visionarios, incluso ritos olvidados.
No fomentó confidencias ni lazos, salvo con una joven música viva y curiosa, llamada Lin Yu.

Lin Yu era frágil, pero sus dedos tocaban el pipa como si pintaran el viento. No le tenía miedo a Azda. Una noche salieron juntas por las callejuelas perfumadas del barrio de los letrados, bajo faroles que se mecían suavemente.

— Sabes —dijo Lin Yu con una sonrisa—, el príncipe Liu Yan no vuelve a menudo. Y nunca se queda tanto en una casa. Lo has embrujado, Bruma Segunda.

— Tal vez. Pero lo que desea, aún no estoy lista para ofrecérselo.

— Podrías. Muchas mujeres aquí te envidian. Ser emancipada, salir del ciclo, es una suerte rara. Y un matrimonio…

— ¿Cómo se celebra un matrimonio, aquí? —preguntó Azda, con tono calmo.

Lin Yu alzó los ojos, sorprendida.

— Es un contrato, claro, ante testigos, con ofrendas y símbolos. Sobre todo entre nobles. Hay papeles que sellar, presentes que intercambiar. Pero si te toma como concubina, puede instalarte en una residencia de la Ciudad y hacer que te reconozcan en la Corte. Tendrías influencia real…

— ¿Y obligaciones?

— Sí, pero menores que las de una esposa principal. Y en su caso… no está casado. Incluso podría elevarte más, si se atreve. Pero antes tendrá que introducirte en el Palacio.

Azda reflexionó en silencio.

— ¿Puedes escribir un mensaje? Una nota sencilla, proponiendo un encuentro discreto en el barrio de los astrólogos.

Lin Yu abrió mucho los ojos y luego rió.

— Tienes el arte de volver teatrales las cosas, Bruma Segunda. Lo escribiré con una tinta rara y papel perfumado. No podrá negarse.

El encuentro se fijó para el día siguiente, a la sexta hora, en una callejuela discreta del barrio de los astrólogos, junto a un antiguo observatorio de piedra manchada de líquenes. Azda llegó primero, envuelta en una túnica gris sin adornos, el cabello recogido en una torsada sencilla, casi austera.

Liu Yan apareció poco después, solo, sin escolta ni porteadores. Sus rasgos delataban una noche en vela. Se acercó sin decir palabra, con los ojos fijos en ella como si temiera que se desvaneciera.

— Temía que renunciarais —dijo simplemente.

— Tenía que saber si vendríais de verdad.

Sonrió, cansado pero sincero. Caminaron codo a codo entre los pinos, los pasos amortiguados por las acículas. Azda guardó silencio, dejándole espacio para hablar. Pero él no lo aprovechó.
Cuando alcanzaron una pequeña terraza circular desde la que se veían las cúpulas de observación, ella se detuvo.

— Os escuché la última vez. Y me conmovisteis. Pero no puedo cambiarlo todo de un soplo. Acepto dejar esa casa. Acepto… seguiros. Pero dejadme uno o dos días en la morada que elijáis para mí, antes de la ceremonia. El tiempo de acostumbrarme a lo que voy a ser.

Liu Yan se inclinó despacio, profundamente.

— Será vuestra esta misma noche. No deberéis responder allí más que al viento.

Azda, por primera vez, le regaló una sonrisa verdadera. Breve, extraña, pero real. Y bastó para que el príncipe dejara de dudar de nada.

Al caer la tarde, Liu Yan fue en persona a buscar a Azda a la casa de la Bruma del Loto. La dueña la recibió sin máscara: estaba visiblemente contrariada. En la rigidez de la cabeza, en los gestos ralentizados, se leía la pérdida de una joya. Pero el príncipe, previsor, había compensado aquella pérdida con una dote que nadie osó discutir. Hubo una reverencia, una formalidad en susurros, y el asunto quedó zanjado.

Azda saludó a las otras mujeres, esta vez más cálidamente, sin afeites. A Lin Yu le deslizó un gracias discreto, casi inaudible, que un gesto inequívoco prolongó. Luego subió a un palanquín principesco, con paneles de madera lacada ornados de nubes doradas y círculos de obsidiana. Liu Yan tomó asiento a su lado, sin decir nada.

El cortejo se puso en marcha lentamente, protegido por cuatro portadores de sombra y dos faroleros. Franchó las primeras puertas de la Ciudad, atravesando sucesivamente la Puerta de los Ritos y la del Loto de Bronce. A medida que avanzaban, la agitación de la urbe dejaba paso a un silencio organizado, casi sagrado. Los edificios se volvían más amplios, los jardines más geométricos, las alamedas, pavimentadas con losas de basalto cuidadosamente ajustadas. Setos de bambú negro delimitaban las zonas residenciales internas, custodiadas por sirvientes de librea y soldados sin rostro.
La residencia del príncipe estaba apartada, a orillas de un pequeño lago artificial cruzado por un puente de piedra blanca. La entrada, modesta en apariencia, se abría a un patio interior bordeado de galerías caladas, donde trepaba una vieja glicina.

Azda descendió sin esperar ayuda. Un mayordomo de cráneo afeitado se adelantó, seguido por un grupo de domésticos en fila. Se inclinaron, pero mantuvieron los ojos bajos, los gestos mecánicos. Percibió la reserva, el peso de lo no dicho: ¿una plebeya, una cortesana, aquí? Aun prometida a un príncipe, seguía siendo ajena a su orden.



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En el texto hay: romance, mistico paranormal, enigma

Editado: 27.10.2025

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