El Guardián del Entrespacio

11 - Eliminar ahora, hasta que el universo, por falta de referencia, reinicie un instante siguiente.

— ¿Quién eres? —preguntó.

Ella dio un paso y respondió simplemente:

— Karima.

— Me llamo Markal y te buscaba para hablar contigo. No tengo otra intención —aseguró él.

— ¿Borraste por inadvertencia a mis dos compañeros? —ironizó Karima.

— Me atacaron; me defendí —explicó.

— Bastante simplista como explicación. Y hace un momento, supongo que tampoco querías nada malo para el pobre Fergal, ¿no?

— No estoy aquí para cazar Transgresivos. Sino para hallar una solución a un grave problema.

— “Transgresivos”… Qué palabra tan fea. ¿Y cuál es ese problema?

— Los pasos sin voluntad de regreso están condenados al borrado. Oponerse a ello provoca una distorsión del EntrEspacio que se propaga con el tiempo. A la larga, será difícil atravesarlo. Tus conocimientos podrían quizá resultar útiles.

Karima guardó silencio un instante y al fin murmuró:

— Nací en Ehtrox. Sistema extragaláctico, en contacto limitado con Koril. Nuestra visión del EntrEspacio no tiene el cariz esotérico o metafísico de la vuestra. Es más racional. Nuestro control es más antiguo, más fino. Debes saber que el Aura no es un descubrimiento koriliano, sino el resultado de un intercambio de tecnologías.

Inspiró largamente antes de proseguir:

— Ya no tengo lugar en Ehtrox. Fui a Koril, pero mi modo de pensar les resultó demasiado extraño. Decidí venir aquí, elaborando un catalizador de Aura individual mucho más eficaz que los vuestros. Los elementos disponibles eran menos estables; de ahí su funcionamiento imperfecto y su fallo al cerrar el EntrEspacio.

Bajó levemente la cabeza.

— Estoy aquí para crearme una vida nueva. O más bien, vidas nuevas. Pero nunca tomo más de un año a mis anfitriones… cuestión de moral personal.

Hizo una pausa. Markal no dijo nada.

— En cuanto a tu problema… es más bien una buena noticia. Sin más pasos, sin más cazadores como tú.

— Olvidas tu responsabilidad —dijo Markal.

— Éramos cuatro al partir. Tú has matado a dos. Otra ha muerto de forma natural, creo. Mi responsabilidad es proteger al último… y a mí misma.

— ¿Cómo lo sabes? —preguntó Markal, sorprendido.

— Tú no vienes de Ehtrox —respondió sencillamente.

Se instaló un silencio tenso. Añadió, a los pocos segundos:

— El campo estático en el que te bañas perdurará hasta que se agote la energía del cristal. Dudo que sigas con vida para entonces.

Antes de abandonar el lugar, se volvió por última vez:

— El cristal que posees es un invento de Ehtrox muy fácil de manipular a distancia. Pero vosotros lo usáis a tontas y a locas.
Y salió de la cueva.

El campamento hervía. El príncipe Maelchu había sido hallado inconsciente, tendido junto a un guerrero desconocido que mascullaba palabras sin sentido. Decía llamarse Fergal, pero aseguraba no recordar ni la velada ni siquiera los días previos. En cuanto a la princesa: ilocalizable.

Por eso, su regreso en plena noche, temblorosa y exhausta, provocó primero agitación y luego alegría en todo el campamento. El príncipe, en cuanto la vio, corrió a su encuentro con los ojos llenos de un alivio sincero.

Contó con voz trémula que un hombre había incendiado su tienda, los había perseguido y había intentado atacar al príncipe por sorpresa. Ella había huido presa del pánico, deambulando horas por el páramo, guiada al fin por las hogueras del campamento.

Todo parecía volver a su cauce. Todo, salvo el caso del pobre Fergal, juzgado a la aurora del día siguiente, sin defensa válida. Pese a sus súplicas, fue decapitado en el lindero del bosque sagrado, bajo la mirada impasible de los druidas.

Las bodas tuvieron lugar al día siguiente. Se alzó una gran tienda de aparato en el centro del campamento. Se colgaron estandartes entre las lanzas, follajes trenzados adornaban las mesas, y un bardo cantó las hazañas del príncipe. La novia, con vestido claro recamado en oro, avanzaba lentamente, sostenida por dos doncellas, el pelo trenzado con hierbas aromáticas. Los sacerdotes recitaron las antiguas fórmulas, se quebró un anillo de sal, se ataron las muñecas de los esposos con una cinta de lino, símbolo de confianza. Luego empezó el festín.

La noche de bodas fue, se dice, de lo más animada. El príncipe Maelchu, dichoso pero algo perplejo, descubrió a una joven esposa curiosamente emprendedora, de mirada honda y sonrisa fugaz. No se atrevió a hacer preguntas. Karima sonreía en silencio, atenta a sus gestos, a sus suspiros, a sus vacilaciones.

Pocos días después se levantó el campamento. Tomaron la ruta del sur, hacia las tierras ancestrales de Connaught. En el camino, cuando la columna cruzaba un páramo húmedo, la princesa se desvaneció.
La recostaron en un carro cubierto. Las mujeres se afanaron. Al despertar, estaba confusa, temblorosa. Preguntaba dónde se hallaba. No recordaba el campamento, ni el ataque, ni el matrimonio. Mucho menos la noche de bodas.

La inquietud cundió en su séquito. Los sacerdotes hablaron de un choque; los druidas, de un desequilibrio de los soplos.

Aquel día, un joven mercader pasó cerca del cortejo. Tenía un aire algo extraño, un bastón nudoso en la mano y una alforja bien repleta. Observó la escena de lejos, y luego tomó camino de Limerick. Quizá hacia el mercado.
O hacia otra cosa.



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En el texto hay: romance, mistico paranormal, enigma

Editado: 27.10.2025

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