El Guardián del Entrespacio

12 - Si es un brujo, juro que lo arrojaremos a la hoguera.

Markal cruzó el puente de Pirmil, único paso de piedra que salvaba el brazo sur del Loira. Estaba hecho de losas desiguales, pretiles bajos y pilotes aún ennegrecidos por el tiempo. Mendigos de piernas nudosas se apostaban allí, con las manos tendidas. Peregrinos lo franqueaban en silencio, capas gastadas sobre los hombros, a veces acompañados de monjes o de bestias de carga. El puente vibraba bajo el rodar lento de las carretas. Se oía el chapoteo del río entre los arcos y, a lo lejos, las campanas de la catedral.

A la salida del puente, por el lado sur, divisó el priorato de Saint-Jacques: una pequeña iglesia maciza, de muros gruesos, flanqueada por edificios de madera y tapial. Delante, un jardín de simples. Una luz oblicua iluminaba la entrada.

Un limosnero de hábito pardo, el rostro enjuto pero curioso, se le acercó.
—¿Mercader o peregrino?

—Ambos —respondió Markal.

—Entonces sois bienvenido.

Se llamaba hermano Aubin, hombre letrado que conocía los caminos del sur. Propuso acompañarlo, pues su misión era alcanzar un priorato en Saintes. Markal aceptó.

Esa noche compartieron una comida sobria de habas, pan negro y vino claro en el refectorio del hospicio. La sala olía a cera, a hierba seca y a piedra húmeda. Una decena de hombres y mujeres dormían en una pieza contigua, sobre jergones apretados. Un fuego bajo ardía en el hogar. Cruces de madera adornaban los muros encalados.
Markal durmió poco. El murmullo del río y el aliento de los durmientes mecían sus pensamientos. Soñó con velas lejanas, tierras secas y un rostro que se negaba a borrarse.

Partieron al alba del día siguiente, Markal y el hermano Aubin, rumbo al sur. El limosnero, cuya memoria de rutas parecía infalible, le detalló los pasos más seguros hacia Qurṭuba, los monasterios dispuestos a acoger a un peregrino, los puertos de montaña a evitar en invierno, los peajes que convenía regatear.

—Hay señoríos donde se paga más a pie que a caballo —gruñó una noche, masticando un mendrugo—. Y bosques donde los lobos tienen rostro humano.

Pero con los días, la voz del hermano se volvió más apagada, sus pasos menos firmes. Se detenía con más frecuencia, bebía en cada fuente, comía menos. Pronto aparecieron las fiebres. Luego, las diarreas.
—No es nada… quizá la fruta —murmuró.

Pero Markal lo sabía. El olor, los temblores, la debilidad creciente: todo indicaba una disentería grave. Una enfermedad que él mismo había estudiado y documentado.

Una tarde, en un bosque a las afueras de una aldea desierta, el hermano Aubin se desplomó. Deliró, perdió el sentido por intervalos, temblando en su lecho de fortuna, encogido contra el fresco nocturno.

Markal veló en silencio. Sabía lo que aquello implicaba. Pero también sabía otra cosa: que ese mal no era un sortilegio. No era más que una enfermedad.

Hizo lo necesario. Sin derecho.

Al amanecer, el hermano abrió los ojos. Estaba pálido, sacudido, demacrado, pero sin fiebre. Los calambres habían cesado. Logró incorporarse, temblando, y miró sus manos como si esperase verlas otras.
—Es… imposible —murmuró—. No debería…

Markal, sentado más allá, sonrió suavemente.

—Tenéis una constitución fuerte.

El hermano Aubin no respondió. Miró a otro lado y, con voz apenas audible:
—Gracias.

Markal fingió no oír.

Reemprendieron la marcha por la tarde, muy lentamente. Unos pasos, una pausa, el camino de nuevo. Alcanzaron Saintes dos días después.
La ciudad dormía en una luz dorada. Restos de anfiteatros antiguos, callejas empedradas, casas de entramado aferradas a lomas suaves. En la plaza alta había mercado. Sonaban campanas, gritos de mercaderes, el tintinear de cubos en la fuente.

A la entrada de un pequeño claustro se detuvieron. Era la hora de separarse.
—Seguid la ruta de Saintes a Toulouse por el camino de los mercaderes —aconsejó el hermano Aubin—. Pero sed… discreto. Algunas almas simples ven obra del Demonio donde no hay más que una mano tendida.

Markal asintió. Se miraron un instante. Luego, sin palabra, tomaron sendas distintas.

Markal prosiguió hacia el sur. Franqueó la Dordoña en una pequeña barca de madera, chirriante, que maniobraba un barquero tuerto. El peaje agotó casi sus últimos brazaletes y abalorios. Conservaba todavía algunos, apenas lo suficiente para el sustento y techo hasta las ciudades siguientes, pero desde luego no para alcanzar Qurṭuba.

En cuanto a Azda, seguía ilocalizable. Se esforzaba por considerar ese silencio como insignificante, pero no lo lograba. La falta de respuesta, la ausencia de vibración, la invisibilidad completa: señales que no sabía interpretar.

Y aquello le molestaba.

Pasaron los días. Empezó a preguntarse si no habría debido atravesar el EntrEspacio —podía hacerlo sin usar el cristal—. Tal vez así habría evitado estos meses de lenta marcha.
Había desobedecido. Y, incluso como Guardián, sabía lo que eso implicaba: aislamiento. Apartamiento. Retiro temporal. O definitivo.

Avanzaba ahora por las Corbières, pequeño macizo abrupto donde las rocas rojizas se desmoronan en valles áridos. La garriga olía a tomillo y a retama. El cielo se ensanchaba sobre las crestas, azul y blanco, pero los senderos eran angostos, encajonados, llenos de polvo y de silencio. Un silencio duro.



#1410 en Fantasía
#2028 en Otros
#337 en Novela histórica

En el texto hay: romance, mistico paranormal, enigma

Editado: 27.10.2025

Añadir a la biblioteca


Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.