Ya llevaban varios minutos a bordo cuando los ruidos del registro se acercaron a la cámara de popa. Azda había permanecido en silencio, sentada en cuclillas junto al ojo de buey cerrado, los ojos bajos pero el espíritu en alerta.
Había actuado con rapidez antes de su llegada: un impulso mental breve, imperceptible, bastó para desactivar el amplificador de intención y volverlo inmaterial, fundido en la piel de su muñeca como una sombra desvanecida. Su combinación mimética la había desconectado con cuidado, eligiendo reducirla de modo invisible e imperceptible alrededor de su cintura. No quedaban más que las prendas de seda oriental que llevaba al embarcar —velo ligero, ceñidor de embajadora, túnica ornamentada.
La puerta saltó en astillas.
Eran tres. Jóvenes, curtidos, nerviosos, con el olor de la sal y del hierro pegado a la piel. Sus miradas se detuvieron primero en el oro de los cofres, en las alfombras enrolladas, y luego en ella.
El silencio que siguió fue más elocuente que cualquier insulto.
Uno se acercó. Lento. El arma aún en la mano, pero la vista ya clavada en el rostro de Azda. Ella bajó levemente la cabeza, como mujer sometida. Sus brazos desnudos sobre las rodillas, la respiración regular. Un estremecimiento imperceptible le recorrió la nuca.
—Ésta… no es una sirvienta.
Otro ya se le había aproximado. Sin una palabra, agarró el borde de su túnica y tiró de un tirón. La tela se rasgó. Ella no opuso resistencia. Él le arrancó el resto sin delicadeza. El velo siguió. Azda permaneció erguida, desnuda, la mirada fija en un punto imaginario más allá de ellos.
—Por los dioses… Ésta valdrá una fortuna.
—Ahora no. La embarcamos. Deprisa.
Las manos se volvieron más firmes. Una la obligó a levantarse. Le pasaron una soga alrededor de las muñecas, apretada demasiado rápido, demasiado fuerte. Las tablas crujían bajo sus pasos mientras la conducían al exterior.
La luz del día la cegó un instante. En la cubierta, otros prisioneros estaban ya reunidos, amordazados o atados. Las miradas se deslizaron sobre ella. Unas con piedad. Otras con avidez. Azda no les prestó atención.
La hicieron bajar a una embarcación de remos, y luego a la bodega de un navío más pequeño, más veloz. La madera olía a agua estancada y a hierro oxidado. De un empujón, la arrojaron entre fardos de tela y tinajas. Azda rodó de costado, controlando la caída, las muñecas aún ligadas.
Cerró los ojos. Respiró hondo.
El primer acto estaba cumplido.
La sacaron de la bodega antes del alba, la lavaron someramente con agua salobre, la vistieron con un paño áspero y un velo demasiado corto para cubrir su pudor. Hormuz despertaba lentamente; las primeras luces del oriente teñían las rocas ocres y las cúpulas blancas de un brillo rosado y cruel.
El mercado se extendía en anfiteatro alrededor de una pila vacía cuyas cornisas servían de estrados. Azda fue izada a una de ellas, entre dos adolescentes de ojos desorbitados. Los gritos de los tratantes, las blasfemias de los palafreneros, los llamados guturales de los corredores se mezclaban en una lengua que su oído registraba sin escuchar.
A su alrededor desfilaban los hombres.
Vestían túnicas finas, turbantes ceñidos, anillos de oro en los dedos. Algunos evaluaban con mirada distante; otros se acercaban, más directos. Tiraron levemente de su velo, descubriendo un hombro. Manos callosas rozaron su cadera, su espalda, su nuca. Un dedo insolente le levantó el mentón.
—Buena mercancía. Demasiado pálida para persa. ¿De dónde eres tú?
Ella no respondió.
Se alzaron otras voces. Ya se discutía su origen, su precio, su destino. Aún no empezaban las pujas, pero las tasaciones se iniciaban. Una mano se posó sobre su vientre, acompañada de una mirada cargada de insinuaciones.
Azda no se inmutó.
Permanecía erguida, los brazos a lo largo del cuerpo, los ojos ligeramente entornados. Ningún miedo aparente. Ninguna resistencia. Su mente no estaba allí. Flotaba en otra parte, suspendida en otras frecuencias. Filtraba las armónicas del entorno, distinguía los pensamientos densos de los mercaderes, los deseos, los juicios, las fisuras.
No estaba ausente.
Y en el fondo de sus pupilas fijas, persistía una chispa extraña. Una luz fina, indescifrable. Una señal discreta dirigida a sí misma.
Esperaba. El momento. La ocasión. La grieta.
Y vendría.
Siempre venía.
Las pujas comenzaron en medio de un silencio tenso, apenas roto por el tintinear de un incensario y el murmullo de los escribas que anotaban los montos. La habían expuesto de pie, atada a una columna torsada de ébano oscuro, las muñecas unidas, el torso casi desnudo, velado apenas por una gasa transparente. La luz cenital del óculo en el techo deslizaba sobre su piel como aceite tibio.
No se movía. Ningún temblor, ninguna mirada suplicante. Sólo esa verticalidad inalterable y, al fondo de los ojos, aquella chispa fija e impenetrable.
El producto era raro, y los mercaderes lo sabían.
Las ofertas brotaron, en árabe, en persa, en dialectos mezclados.
Uno hablaba de una bailarina para el palacio del sultán de Omán. Otro evocaba un presente para un emir. Una tercera voz femenina propuso un precio por una “sacerdotisa desterrada”.