El bochorno bajo el dosel que cubría la embarcación, junto con el ritmo regular de los remeros, había vencido la vigilancia de la sirvienta encargada de escoltarla. El balanceo lento de la balsa, los gritos amortiguados que venían del río, todo conspiraba a una dulce modorra. Azda percibió la lentitud del aliento de la mujer a su lado. Se estaba durmiendo. Era la hora.
Sin gestos superfluos, Azda deslizó finas armónicas persuasivas en el tejido mental de la sirvienta. Nada agresivo. Sólo una modulación delicada: cansancio, abandono, sueño profundo. Acompañó ese proceso con una respiración calma, los ojos cerrados, la apariencia de un cuerpo aún sometido. Pronto, la mujer se desplomó, apacible, perdida en un sueño sin fondo.
Azda abrió los ojos.
Había llegado el momento.
Intercambió rápidamente sus ropas, con la precisión de un ritual. La tela áspera del vestido de sirvienta sustituyó a la seda noble con la que se había engalanado. Se ató el pañuelo al rostro con una destreza fingida, como si hubiera llevado ese velo toda la vida. La combinación mimética, plegada desde hacía tiempo en su base invisible, no podía usarse en esta fase. Demasiado arriesgado. Demasiado visible. Era el instante del juego humano.
Apenas atracó la embarcación, bajó con prudencia, la cabeza gacha, postura sumisa, paso afanoso. Una sirvienta entre otras. Nadie le prestó atención. Se descargaron unos sacos, subieron voces desde las orillas y luego se apagaron. Desapareció por un callejón lateral bordeando muros de adobe y piedra ocre.
Cuando estuvo fuera de vista, aceleró el paso.
Durante largas horas caminó, trazando un amplio arco alrededor del centro portuario de Bagdad, procurando alejarse sin despertar alarma. Todo en ella sugería borramiento: andar medido, mirada difusa, manos cubiertas. Pero bajo el velo, sus ojos fijaban los contornos móviles de una ciudad inmensa, bullente, con perfume de especias y polvo.
Lo más difícil quedaba por hacer.
Su memoria volvió a los días pasados en el navío de altura, mucho antes de que los piratas trastocaran el destino de todos a bordo. Recordaba los intercambios discretos con ciertos viajeros, en particular con aquel mercader reservado que embarcó en Calicut. Se decía “judío”, originario de la comunidad de Sirach ben Menashem, un nombre que había memorizado con esmero. De edad, rasgos tirantes, pero mirada viva y melancólica, hablaba varias lenguas y sabía hacer las preguntas justas.
—¿Su destino? —le había preguntado una noche.
—Hacia el oeste —respondió en voz baja—. Casi el fin del continente, si es posible.
Él la estudió un instante.
—Usted no es de aquí, pero tiene la inteligencia de parecerlo —murmuró—. Si llega a Bagdad, busque el barrio de los Judíos del Puente, al este de la ciudad. Allí encontrará caravanas, contactos, quizá una ruta. ¿El fin del continente, dice? Tenemos hermanos allí. Pero el camino es largo… y costoso.
Ella asintió.
—Lo encontraré.
Él sonrió sin responder. Luego, en un susurro, añadió:
—No lo olvide. Hasta las princesas deben pagar. Pero una princesa que se expresa como usted… encontrará la manera.
Azda atravesaba un barrio de talleres refinados, donde el cuero trabajado convivía con telas realzadas en hilo de oro, perfumes intensos y objetos preciosos. Los comerciantes ya no eran pregoneros de calle, sino maestros de taller, ojo penetrante, verbo medido. Muchos llamaban a los transeúntes con un respeto estudiado. Otros aguardaban, la barba cuidada, las manos cruzadas sobre el vientre, ofreciendo su silencio como prenda de excelencia.
Caminó despacio, observando. Su pañuelo estaba bien ajustado, su actitud siempre humilde pero segura. Una idea, súbita e imperiosa, se impuso. Azda, la científica venida de los confines del universo, acababa de adoptar, tras mil otros, un papel nuevo: el de ladrona.
Eligió con cuidado.
Una tienda discreta. El umbral de madera oscura, apenas ornamentado. Una estancia interior mal iluminada, invadida de sombras y reflejos. Dentro, un hombre anciano, digno, algo cansado. Pero en las estanterías: jarras de plata de finura notable, asas cinceladas con grifos y pámpanos, tapas de ámbar incrustado.
Entró.
Se inclinó profundamente.
—Mi señor —dijo con voz serena— me envía en avanzada. Desea obsequiar a su primera esposa. Una aguamanil, o algo notable. Dispone de poco tiempo. Sólo debo ver y recomendarle la tienda adecuada.
El anciano entrecerró los ojos. Una sirvienta. Pero de un señor poderoso, al parecer. Se inclinó a su vez y comenzó a hablar largamente de sus piezas, sus procedencias, su rareza. Desplegó telas, bandejas, certificados.
Azda fingía escuchar con aplicación total. En realidad, ya se había deslizado en los pliegues mentales del anciano. Una ligera torsión armónica. Un velo de bruma en su mente.
—… pero ésta… —dijo él, la voz de pronto lenta, casi sonámbula—, mire, esta tapa… la aleación…
A sus espaldas, un leve clic. Azda tomó un cofrecito de cuero con monedas de oro y joyas. Lo ocultó en los repliegues de su túnica.
Luego se inclinó, murmuró unas disculpas y salió. Con una leve culpa.
Detrás de ella, al fondo de la tienda, el comerciante sostenía una soberbia aguamanil… pero su mirada quedaba vacía, perdida en un silencio sin pensamiento.