El Guardián del Entrespacio

16 - Este comandante no era simplemente un hombre de guerra. Un Transgresor.

Gracias a su estatus ya establecido en los círculos sabios de Córdoba, Markal obtuvo una carta de recomendación para los medios eruditos de Kairuán, capital del saber en Ifrīqiya. El sello era discreto pero auténtico, firmado por un muftí influyente, seducido por su aparente humildad y su inteligencia poco común.
Preparó su partida con una eficacia silenciosa. Ya nada lo retenía en Córdoba, ahora que Gerberto custodiaba aquello que él había venido a poner a salvo.

Se unió a una pequeña caravana de viajeros letrados: dos estudiantes de la madraza, un copista sirio y un médico judío. Todos proyectaban cruzar hacia el Magreb, algunos rumbo a Fez, otros hacia Kairuán o incluso más lejos, hasta El Cairo.

El grupo salió de la ciudad por la puerta meridional y emprendió el descenso hacia el sur. El camino atravesaba paisajes ondulados, salpicados de olivares, pueblos fortificados y paradas polvorientas.
Los caballos trotaban por calzadas de piedra abrasadas por el sol, donde el aire vibraba de calor y del zumbido de los insectos.
Markal, cómodo a caballo, aprovechaba el buen ritmo para dejar correr sus pensamientos. Ya había conocido ese tipo de desplazamiento: más rápido que las caravanas clásicas, menos aparatoso que los convoyes de mercaderes. Su cuerpo recordaba los ritmos, la vigilancia serena que mantener, las guardias en las etapas.
Por la noche, se detenían junto a manantiales o graneros de tribus rurales, donde se cambiaban unas monedas por pan plano, higos secos y un techo de paja… o de estrellas. La conversación solía girar sobre temas de medicina, astros, manuscritos pendientes de copiar en Kairuán.

Tras cinco días de viaje, el grupo alcanzó por fin Al-Ŷazīra al-Jaḍrā’ (Algeciras). El puerto, bordeado de arena clara y aguas someras, bullía de mercaderes, contrabandistas, pescadores y armadores. Voceros anunciaban las travesías próximas según los vientos y la protección de las autoridades marítimas del califato.
Tuvieron que esperar dos días. Luego, por fin, el mar se abrió y las corrientes se hicieron favorables.

Embarcaron al alba en una feluca rápida, aparejada con una vela triangular fatigada pero aún sólida. La nave, baja sobre el agua y afilada, estaba concebida para travesías breves pero nerviosas.
El paso del Estrecho fue rápido, la costa de África acercándose en una bruma de luz salada.

El trámite en Ceuta no fue más que una formalidad. Markal presentó su carta de recomendación, pasó una noche en una posada discreta del barrio sabio, y volvió a embarcar en cuanto el mar lo permitió.
La feluca que lo llevaba hacia oriente costeaba, rozando cabos, calas silenciosas y puertos adormecidos. El viento hinchaba la vela triangular y, al caer la noche, el agua parecía negra, constelada de fosforescencias.
Markal pasaba largas horas observando el horizonte, el cuerpo estable pero la mente ya en movimiento. Rememoraba las enseñanzas transmitidas, las precauciones que tomar, las señales que vigilar.

Pensaba en Azda.

Tras varios días, Túnez apareció, blanca y vibrante entre mar y arena, rodeada de jardines suspendidos en los márgenes del desierto. El desembarco fue ordenado, casi solemne. Pasó los controles sin dificultad, entregó su recomendación a un funcionario del barrio de las letras y se instaló en una casita anexa a una escuela religiosa, reservada a sabios extranjeros.

Entonces comenzó la espera.

Cada día bajaba al puerto, observaba los navíos, hojeaba un manuscrito para matar el tedio, pero su atención permanecía tensada hacia el mar.

Azda debía llegar. Llegaría.

No le quedaba más que sincronizar su paciencia.

Markal observaba atentamente las maniobras de atraque, el jadeo de las cuerdas mojadas, los gritos de los mozos de carga, el ballet de los fardos de telas y las ánforas de aceite. El desembarco se hacía como siempre: metódico, polvoriento, salpicado de juramentos y miradas recelosas.
Algunos pasajeros ponían pie en tierra, sobre todo mercaderes apremiados, con los ojos clavados en sus cargamentos. Unos iban solos, otros seguidos de escribas o criados. Rara vez acompañados de mujeres, y si las había, veladas hasta las pestañas, deslizándose como sombras entre dos convoyes.

Pero aquella silueta no se le escapó.

Una mujer, más erguida, más precisa en sus gestos. Su atuendo era claro, flexible, pero nada ostentoso. El cabello cuidadosamente oculto, el rostro un poco vuelto hacia el mar, como si dudara. Una mujer sola. Ese detalle, por sí solo, bastaba para romper toda ilusión.
¿Qué podía hacer allí una mujer sola?

Y, sobre todo: ¿cómo había llegado?

Las respuestas, en el fondo, ya estaban allí: Azda.

Markal cerró el manuscrito que le servía de coartada desde hacía días, lo metió bajo el brazo y se levantó con paso lento. Contuvo su impulso, obligándose a no correr.

Ella lo vio al instante. Y lo esperó.

Una leve sonrisa le estiró los labios. Luego descendió con calma la pasarela.
Un oficial se le acercó, señalando un registro y una barrera imaginaria.
Pero Markal llegaba al mismo tiempo.

—Mi esposa —dijo con tono neutro, señalándola.

El funcionario entornó los ojos, poco convencido.

—¿Nombre, origen?

Markal presentó su carta de recomendación del muftí de Córdoba, con el sello bien visible.



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En el texto hay: romance, mistico paranormal, enigma

Editado: 01.11.2025

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