La respuesta estaba ahí.
Karima estaba desestructurando el EntrEspacio para realimentar sus cristales. Sin ese flujo, los cristales dejarían de funcionar, las memorias se vendrían abajo y, con ellas, los Transgresores desaparecerían.
No necesitó aptitudes psíquicas para leer esa revelación en los ojos de sus visitantes. La vio en la crispación del rostro de Markal, en el aliento cortado de Azda.
Inkor y ella se encontraban, de pronto, en peligro.
Esa verdad no debía salir de allí. Azda y Markal no podían salir con vida.
Karima se volvió con brusquedad hacia Inkor, la mirada dura, tajante, inequívoca.
—Debemos poner fin a la conversación.
Inkor giró hacia Azda, que retrocedió precipitadamente hacia el mihrab, con una determinación mezclada de miedo brillándole en los ojos.
Karima ya no se movía. Estaba extrayendo, reuniendo la potencia contenida en el cristal oculto en su ropa. Una leve sonrisa cruzó su rostro cuando lanzó sus armónicas invertidas hacia Markal.
Él resistió sin esfuerzo al principio, su barrera mental flexible, vibrante.
Pero pronto sintió la intensidad creciente del campo vibratorio inverso. Tiraba del cristal, y él sabía hasta dónde podía llegar. Buscaba una falla, un ritmo, un punto de anclaje.
Nada.
No aguantaría indefinidamente.
Por su parte, Azda luchaba. Su antiguo adiestramiento afloraba, reflejos que creía olvidados. Pero no contra una fuerza así.
Sentía sus capas de protección disolverse, una a una. Su mente se agrietaba bajo el asalto; cada impulso de Inkor erosionaba un poco más su resistencia.
Retrocedió, aún, hasta el mihrab.
Detrás de ella, los cristales palpitaban con una luz irregular, asentados sobre su zócalo acumulador. En el caos de sus pensamientos, surgió una claridad.
De un gesto rápido, se volvió y arrancó los cristales del zócalo, proyectándolos con violencia contra un pilar. Rebotaron sobre las losas.
Las pulsaciones cesaron.
En el mismo instante, Karima e Inkor gritaron, un alarido ahogado, casi animal.
Sus miradas se enturbiaron, desatadas, buscando un hilo, un punto de apoyo. Sus recuerdos huían, allí, al alcance, pero imposibles de asir.
Azda sintió de golpe el aflojamiento. El campo mental se quebró a su alrededor.
El comandante, Inkor, estaba armado, era peligroso, pero ella, koriliana, no era una guerrera. ¿Qué debía hacer?
Markal, en cambio, no se hizo la pregunta.
Karima vacilaba, confusa, perdiendo el contacto con su cristal.
Markal proyectó una intención pura, un vector brutal, hacia el cristal para retomar el control. Un chorro áurico masivo estalló, engullendo a Karima.
Ella aulló, un grito que resonó en la Mezquita, estridente, inhumano, llenando cada columna, cada piedra, de su miedo.
Markal iba a utilizar el cristal para lo inevitable.
—¡Sal! ¡Cierra la puerta! —le gritó a Azda.
Ella obedeció, tambaleándose, vacilante, con la cabeza zumbándole, cruzando el umbral antes de cerrar la pesada puerta sobre el caos. Se apoyó en la madera, jadeante, con las piernas temblorosas, relámpagos dolorosos atravesándole el cráneo.
Dentro, los dos Transgresores recobraban, fragmento a fragmento, sus recuerdos, sus intenciones, sus miedos.
Markal, con el cristal bajo control, reunió toda la potencia disponible.
Y los capturó.
Aspiró sus personalidades, arrancándolas violentamente de los cristales, fuera de los cuerpos que habitaban.
Sus envolturas carnales vacilaron y luego se desplomaron sobre las losas, como vaciadas sin que la sangre corriera.
Markal cayó de rodillas, el aliento corto, la mente vibrando, saturada por la violencia de lo que acababa de hacer.
Cerró los ojos.
Y comenzó, en voz baja, casi un murmullo, la fórmula de los Guardianes:
«Que la forma se olvide.
Que mis huesos recuerden que fueron polvo.
Que mi peso se retire por sí mismo,
Y que lo que fui no busque quedarse.»
…
Azda esperaba.
Los minutos se habían transformado en horas. El sol acababa tiñendo de gris el polvo de la plaza, pero Markal no aparecía.
No se hacía ilusiones sobre lo que debía de haber ocurrido dentro.
La pesada puerta de la Mezquita se había entreabierto un instante, dejando escapar al comandante del ejército, aturdido, con la mirada perdida, que huyó en dirección incierta, tropezando por las callejuelas.
Azda había echado un vistazo al interior, apenas un segundo.
El jefe religioso, o lo que quedaba de él, recitaba a trompicones aleyas del Corán, quizá esperando expulsar a un demonio que no comprendía.
Luego se apartó.
Emprendió sola el camino de regreso a su casa, la cabeza pesada, el paso incierto.
Se sentó sobre la esterilla de Markal, en un rincón de la estancia, las rodillas recogidas contra sí. Toda la noche permaneció despierta, acechando cada ruido: un ladrido lejano, el chirrido de una carreta, el paso de un sereno en la calleja.
Los primeros sonidos de la mañana —el grito de un mercader, el golpe de una tinaja al posarla, los cascos de un asno— la apaciguaron extrañamente. Como si la propia vida, indiferente, la reconfortara.
Se durmió unos minutos, la frente apoyada en los brazos.